Un griterío se produjo entre los demás presentes en la sala, dados a una espera llena de hostilidad entre los allí congregados, ambos bajo el mismo efecto, pero enfrentadas por la causa. El aire que les rodeaba se había convertido en una masa inflamable y una sutil chispa fue suficiente para que se hiciera la explosión de los ánimos dolidos por la tragedia. La familia del pasajero de la camioneta se enzarzó contra los que venían a velar la suerte del causante del accidente y armaron un escándalo del que todo el hospital se dio por enterado. Los hombres de cada bando empezaron a forcejear y a maldecirse salvajemente; algunos enceguecidos por el odio, los que aún conservaban sus estribos intentaban separarlos para que no saciaran físicamente su sed de revancha o justicia. Un par de guardias entraron, llamados por la recepcionista, y se llevaron a los violentos entre protestas y vanos esfuerzos de libertad.
Un tercer guardia se quedó en la puerta de entrada; de aspecto severo, su mirada acerada no se separaba de los revoltosos que quedaban y bastó para que todo volviera a la tensa calma original donde lo importante no era buscar culpables sino reconfortar a los abatidos por el infortunio. Los rumores se sucedieron como los ladridos de un perro amenazando detrás de un enrejado, murmullos donde se licuaba la indignación, la tristeza, el miedo, el enojo, la culpa, y se volvían un lenguaje pérfido empleado con cautela. Cuando el médico apareció corriendo las puertas batientes, recién entonces la sala se inundó de un silencio de sepulcro poniendo a todos sobre un común interés terminando con cualquier disputa.
–Doctor, ¿Cómo está mi padre? –se interpuso Darion al resto que se abalanzó sobre el clínico como una avalancha desbocada –. Se llama Frank Smith, conducía el Mercedes.
–Silencio por favor –pidió el doctor alzando las manos para detener la euforia –. Guarden orden, todos serán respondidos –el juicio del joven atrajo su preferencia –. Muchacho, tu padre está bien –enfatizó –. Fue afortunado de llevar puesto el cinturón de seguridad. Tiene algunas cortaduras por los cristales que volaron al impacto y una herida sin importancia en su pierna izquierda. Se repondrá con unos días de descanso.
El bullicio comprimido volvió a recrudecer.
–¿Podemos verlo?
–Haber todos, mantengan la compostura. Guarden silencio –aplacó por algunos segundos a los alborotados –. Sí, pasen. Podrá volver a casa hoy mismo, es su decisión. Está en la sala de guardia, pueden ir con él.
–Gracias doctor.
Cuando entraron Frank ya estaba de pie intentando con dificultad ponerse el saco para dejar el hospital. La enfermera le había curado las lesiones y cubierto con un apósito sobre la mejilla y en la frente donde los vidrios le habían cortado. Su camisa estaba salpicada de sangre sobre el pecho, también su pantalón donde sufriera la incisión. Se volvió hacia la puerta al oír a Darion y Lucy entrar. Su rostro intensamente pálido se iluminó al ver a su hijo, sus ojos se abrillantaron como antepuestos por una lámina plástica. Se veía tan frágil, tan débil y viejo que dio a Darion la impresión de reencontrarlo después de años sin verlo. Se conmovió de él y olvidando aquel abismo que entre ellos se había creado, lo estrechó entre sus brazos. Ya no era el hombre rubicundo de sus recuerdos de la infancia, un ser hercúleo capaz de sostenerlo en el aire y hacerle volar como un avión a su mando y gusto. Contra su tórax lo sintió tan delgado y dócil debajo de su usual atuendo empresarial; le sobraron para rodearlo y con fuerza olvidando su condición. Soportó Frank el dolor de su cariño y se aferró a su evidencia.
–Papá, que alivio que estés bien –murmuró Darion –. Gracias al cielo y todas sus deidades.
–Hijo mío... –fue tan solo la respuesta.
Lucy lo vio no poder articular palabras, además, tomada su garganta por una pena tan honda que le privó el habla. El abrazo de Darion le dibujó la molestia en su expresión, pero no era por la presión contra su cuerpo maltrecho sino uno tan profundamente emergida que nacía desde el centro mismo de su alma. Apoyada contra la puerta, la felicidad por aquel apretón eterno le invadió tanto que no pudo sostener sobre ellos la mirada, que apartó hacia el suelo tristemente. Aunque sonriera se sintió herida de ausencia, el afecto que padre a hijo se demostraban la hizo recordar la desdicha de nunca haber encontrado saciedad a tan natural necesidad y por un momento tuvo el deseo de escapar de la escena.
–Lo lamento tanto, Darion –gimió recompuesto de su emoción –. Todo lo que pasó estos últimos días. Estoy tan avergonzado de cuanto he causado.
–No hables más. Olvídalo papá, que nada de eso importa ahora –le impide la culpa –. Habrá tiempo para arreglar ese asunto y compartir las penas que te acosan. Sé cuánto le temes al pasado, pero yo estaré siempre aquí contigo para vencerlo. Ahora lo único que importa es que te recuperes y entonces ambos lo haremos.
Frank soltó un sollozo al escuchar su redención. Sintió Darion su cuerpo aflojarse y lo sujetó con firmeza pensando que se caería y que de él sostenía su frágil humanidad.
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Editado: 06.08.2019