Antigua Guatemala era la capital del país antes de los fatales acontecimientos. Es ese un lugar pintoresco de calles empedradas y casitas multicolores. Allá a lo lejos se ve majestuoso el volcán; domina toda la vista del lado norte. Ese mismo coloso guardián que vigila desde las alturas sería el causante de la desgracia. ¿O sería Pancho? ¿Y quién era Pancho?
Pancho vivía cerca del río en una casita con techo de tejas. Su propiedad estaba delimitada con alambre de púas; tenía por entrada un portón de alambre; después de cruzarlo, daba paso a un camino hecho de piedrecitas redondas y planas traídas desde el río para formar aquella serpiente empedrada que desembocaba en la entrada misma de la casa, adornada con flores de colores que colgaban de macetas amarradas a las maderas del techo. Todo esto denotaba la presencia femenina. Clara, su mujer, había hecho tan magistrales obras con gran empeño. Aquel día cuando Pancho llegó, como de costumbre, con sus tragos encima, le dijo entusiasmada:
—¿Viste lo que hice, Pancho? Fui a traer piedras al río para que cuando llueva no se atasque tu bicicleta en el lodo.
—No sé para qué te preocupás por esas tonterías si nadie nos visita. Ni tu familia, que desde que te vino a dejar aquí conmigo se olvidaron de vos. Además, a mí no me interesa.
—No seas malo conmigo. Yo lo hice para que la casa se viera más bonita.
—Mmm, pues hacé lo que querrás. Francamente me da igual. Mejor dame de comer que traigo hambre.
—Yo no hice comida.
—¡Cómo que no hiciste comida!
—Es que… acaso me dejaste dinero, pues.
—Ahí había tres centavos. Con eso te alcanzaba para comprar huevos y pan aunque sea.
—Sí, pero los usé para mi desayuno. Ni siquiera almorcé porque ya no me alcanzó.
El ánimo de Pancho se encendió producto de los tragos y descargó su furia en una bofetada sobre Clara. Cayó al suelo sobándose el rostro.
—Un día de estos me voy a ir lejos y no voy a volver nunca, vas a ver —dijo ella llorando.
—¿Y qué estás esperando? Ya te hubieras ido —respondió Pancho, echándose a la cama.
Y ahí quedó Clara a solas con su amargura.
Pancho la había amado en un tiempo, pero eso duró hasta que lo obligaron a casarse con ella. Él la había deshonrado, según sus padres, y debían casarse. A partir de eso no volvió a ser el mismo. Le echaba la culpa de su desgracia y todos los días se lo recordaba. Algunas veces la sacó a dormir al corredor y a pesar de sus suplicas, no la dejaba entrar. Pancho se hacía de oídos sordos y se dormía en seguida. Aun así, Clara lo seguía amando y se aferraba a la idea de que algún día la amaría como antes y todo esto sería sólo un mal recuerdo. Por tal razón lo perdonaba al día siguiente y hacía como que nada hubiese pasado. Ese era el pan de cada día para ella.
Curiosamente tenía razón: Pancho la volvería a amar incluso más de lo que alguna vez lo hizo.
Aquella noche Pancho se acostó y empezó a roncar en seguida sin importarle las lágrimas de Clara. Se sentó a la mesa abatida y terriblemente dolida, no por el golpe, sino por la desesperanza. Estuvo largo rato contemplando dormir a su esposo con una mezcla de ternura infinita y rabia, con los ojos aguados.
Al siguiente día, Pancho se despertó con una resaca espantosa. Se sentó al filo de la cama y vio a Clara inclinada sobre la mesa.
—¡Clara! ¡Clara! Haceme café.
Y al no recibir respuesta se puso en pie tambaleante dispuesto a hacer cumplir su orden.
—¡Clara! —dijo, zarandeándola violentamente.
Pero su llamado fue cambiando del enojo a la angustia.
—¡Clara! ¿Clarita? ¿Qué te pasa?
Vio la nota y un frasco tirado junto a ella. Tomó el trozo de papel con mano temblorosa y leyó:
Pancho: fue culpa mía que te hayan casado a la fuerza. Si yo no hubiera cedido a tus peticiones, otra cosa sería. No estarías pasando por esto y tal vez me seguirías amando como lo hacías antes. ¿Te acordás? Era muy bonito cómo me tratabas y me hacías sentir especial. Pero eso ya pasó. Ahora sólo tenés para mí palabras duras y golpes. Creí que si me portaba bien ibas a cambiar, pero no es así. Ya nunca volveré a recuperar tu amor y eso me llena de mucho dolor. Te amo, mi Panchito, a pesar de todo. Te dije que algún día me iría lejos, muy lejos y no volvería; no me creíste. De aquí ya no hay retorno. Perdoname por quitarme la vida y también a tu hijo que llevo en mis entrañas. Quisiera que todo hubiera sido diferente, pero ya no hay vuelta atrás.
Siempre tuya: Clara.
Como dije, ella tenía razón. En ese momento Pancho enloqueció, tanto de dolor como de amor por ella, pero ya era tarde. Lloró, se revolcó en el suelo. Quería cortarse las manos que tanto daño le habían hecho a Clara y su arrepentimiento llegaba con una risa demencial ahogada por las lágrimas.
Era invierno y la ciudad desde sus balcones coloniales vio a Pancho correr por las empedradas calles riendo y llorando. Gritaba el nombre de su amada a todo pulmón hacia el cielo pidiéndole perdón.
En ese momento la tormenta cesó. Y por entre las nubes se filtró la luz del sol bañando a Pancho por completo. Este se limpió las lágrimas y fue bajando gradualmente la cabeza. Se arrodilló y como si tomará una invisible mano entre las suyas, la besó. Luego se levantó y, haciendo aspavientos, bailó un sordo vals. Al mismo tiempo el volcán bramó y la tierra se sacudió con furia destruyendo media ciudad. Mientras todos corrían desesperados, Pancho bailaba y bailaba.
No se sabe si tembló porque Pancho bailaba o si bailaba porque iba a temblar, pero desde entonces cuando la gente lo ve bailar de nuevo con su aspecto andrajoso y la mirada perdida, se persignan rogándole a Dios misericordia, pues saben que se aproxima un nuevo temblor.