Título: Xelajú de mis recuerdos
Biografía del compositor
Nombre: Román Domingo Bethancourt Mazariegos
Lugar y fecha de nacimiento: Quetzaltenango, 20 de diciembre de 1906 - 29 de febrero de 1980
Fue difícil conseguir entrar al cerro “El baúl”, en Xela, por la noche sin ser vistos, pero aún más fue encontrar a alguien dispuesto a buscar el tesoro. La mayoría de los pobladores conocía la historia de los antiguos dueños del cerro. Estos, según decían, llegaron a poseer una riqueza incalculable, más no del todo bien habida.
La pareja apareció un día de repente. Nadie sabía de dónde venían, quienes eran, nada. Llegaron, reclamaron el cerro con papeles en mano y tomaron posesión. Luego don Juan, así se llamaba, y su mujer, doña Rosa, se dedicaron a actividades no tan lícitas aunque nadie podría haber dicho exactamente cuáles eran aquellos negocios.
Compraron cuanto lujo les permitió su fortuna. Y las noches de cada viernes, según los pobladores, se podía ver luces anaranjadas como bolas de fuego rodando de un lado a otro en la cima. Y un día, así como habían llegado, desaparecieron. La gente hablaba de una puerta falsa del lado norte de la montaña mediante la cual se accedía a un lugar donde se creía estaba el tesoro acumulado por la pareja en monedas de oro dentro de un baúl de acero.
La puerta sí existía, pero dentro había una infinidad de pasadizos como un auténtico laberinto. Por eso mismo se le conocía con el nombre de Ba ul; en lenguaje quiché significa montículo de Tuza, debido a los múltiples pasadizos que semejaban a las madrigueras de esos animalitos. Por lo mismo, la entrada al público estaba prohibida, para evitar el extravío de las personas.
Pero a Juan no se le conocía por su sobriedad o buenos pensamientos. Su espíritu aventurero lo llevaba a lanzarse detrás de cualquier causa siempre y cuando le fuera a generar algún ingreso o compensación, ya fuera en efectivo o en especies.
Así se vio envuelto en la caza de culebras para comercializar su piel y usar la carne ya seca, tostada y molida, como un afrodisíaco de elevado precio. En otra ocasión tuvo una faceta artística; pintaba cuadros, luego intentaba venderlos a precios elevados a los turistas.
Esto le funcionó por un tiempo, pero pronto comenzó a acumular demandas y fue considerado como una persona “non grata”. Optó por retirarse de la vida pública, aunque comenzó a pensar en una nueva forma de sobrevivir sin tener que aburrirse en un trabajo convencional. La noche del descubrimiento, se reunió con un desconocido desarrapado traído de quién sabe dónde para llevar a cabo la mítica y temeraria misión sin tener nada seguro.
—¿Y cómo le vamos a hacer para no perdernos? —susurró su acompañante, mientras encendía una linterna para ver mejor la enorme puerta de piedra.
—De eso nos preocuparemos después. Por el momento vamos a ver cómo abrimos la puerta.
Bajó la bolsa de lona, luego buscó en su interior. Por fin sacó, no sin cierto esfuerzo, una gruesa palanca metálica.
—Esto servirá. A ver, ayudame. Yo la voy a clavar aquí en la orilla y empujamos los dos juntos echando todo nuestro peso.
El acompañante asintió como si Juan pudiera verlo en la obscuridad.
—Alumbrame aquí. Una, dos, treees —Clavó con fuerza la barreta —. Ahora empujamos los dos. ¡Jmmm!
La puerta iba cediendo palmo a palmo. Cuando por fin pudieron entrar, contemplaron la enorme caverna de donde se ramificaban varios túneles en todas direcciones.
—Vamos a probar este primer camino. Poné atención, pues, si no, no vamos a saber cómo regresar.
Su acompañante asintió de nuevo.
No avanzaron mucho cuando una imagen casi los hace desfallecer. Al dar la vuelta en una vena de la enorme madriguera, vieron el famoso baúl, aunque no podría decirse que sonrieron victoriosos, pues justo encima estaba sentado un niño. Su ropa parecía sacada de una foto en color sepia. Llevaba un sombrero de paja, pantalones cortos, una camisa rala desabotonada casi por completo, como si no sintiera el frío que azotaba la ciudad de Xelajú en diciembre y para completar el cuadro, iba descalzo.
—¿Y vos de dónde saliste?
El pequeño sonrió como única respuesta.
—Ahí está el tesoro, ¿verdad?
De nuevo sonrisas.
—¡Macario! Distraelo mientras abrimos el baúl. ¡Macario!
Pero su llamado fue en vano. El pobre ayudante no se había quedado a averiguar si era una aparición o una persona real, desapareció al instante, aunque en la excitación del hallazgo, Juan no lo notó.
En efecto, el baúl parecía tallado burdamente en plomo. Su peso se notaba en el hundimiento en la tierra.
—¿Me das permiso? —dijo Juan acercando una mano despacio.
El niño se limitaba a sonreír. Se aproximó lentamente y cuando pudo tocar el baúl, el pequeño lo levantó como si no pesara y corriendo de un lado a otro, lo cambió de lugar.
La misma escena se repitió varias veces. Finalmente, Juan se dio por vencido. Se sentó en el suelo, apuntando la luz de la linterna al niño que ahora descansaba de nuevo sentado sobre el baúl. Le extendió la mano como invitándolo. Juan sonrió entendiendo el ademán. El niño se paró atrás del baúl y el curioso explorador pudo acercarse para abrirlo, no sin cierto esfuerzo, pues la tapa estaba sumamente pesada.
Ante sus ojos apareció una basta cantidad de monedas de oro de diferentes tamaños. Los ojos de Juan brillaron ansiosos. Pero antes de poder sacar algo, el niño cargó de nuevo el baúl y se metió por un agujero. Juan lo persiguió sin cesar hasta quedar exhausto. Se tiró al suelo y rio como un demente al darse cuenta de que estaba perdido.
La historia se supo por su acompañante, quien regresó al otro día con la policía y los bomberos para buscarlo. Encontraron huellas que identificaron con los zapatos del intrépido Juan, pero también había otra más de unos pies descalzos como de niño, aunque mucho más anchos y de gruesos dedos. Siguiendo ese rastro se adentraron hasta donde les fue posible.