−Urset, detente, vas muy rápido. Tus pasos suenan muy fuerte, van a encontrarnos.
Los pasillos del castillo se encontraban en penumbra. La noche había caído hacía ya varias horas y todos se encontraban descansando en sus aposentos. El silencio era sepulcral, todo se encontraba sumido en una incesante sensación de vacío.
Las farolas habían sido apagadas hacía varios minutos, dando fin a la protección que brinda la luz. Solo quedaba una reducida cantidad de personal merodeando por el edificio, cumpliendo sus guardias.
Los soldados de Usha tenían unos de los mejores entrenamientos militares de la historia, nada se escapaba de su control...nada a excepción de Urset.
−No seas una llorona Taria, no nos encontrarán. –contestó el muchacho− ¿Y que si lo hacen? Este es mi palacio, mi padre es el Rey, ellos trabajan para mí. Deben obedecerme.
El príncipe Urset parecía emocionado en extremo, como si traspasar lo prohibido fuera solo un juego, como si nunguna regla pudiera tocarlo. Era impulsivo y parecía no creer en ninguna autoridad superior a el. Asi era el heredero: a sus quince años de edad, en plena etapa de rebeldía, Urset disfrutaba de quebrantar las pocas leyes que se le imponian. Taria, por el contrario, era asutadiza y sensata. Pensaba y repensaba todo. La muchacha, aún siendo trés años menor, cargandose doce años de vida, resultaba mucho más responsable que su compañero.
Los pequeños y ligeros pies de la muchacha no alcanzaban a tocar el piso totalmente antes de que su compañero la hiciera correr nuevamente. Parecía levitar en lapsus intermitentes.
−Eres un malcriado. –contraatacó la joven.
Al joven heredero no le importaron aquellas palabras, pues según su lógica, un título real otorga el legítimo derecho de ser un arrogante.
Ambos comenzaron a correr nuevamente cuando escucharon el sonar de los botines de dos guardias. Se movieron entre los pasillos con gracia y elegancia, pasando puertas y surcando pasadizos. Conocían todos los rincones habidos y por haber del castillo.
Llegar a destino les resultó tan fácil como respirar o dar una orden de muerte. Luego de extensos minutos corriendo se detuvieron frente a una puerta de cedro bañada en oro. Se extendía desde el suelo hasta tocar el techo y en ella se podían apreciar intrincados dibujos que describían la historia de Usha.
Era la bóveda real.
Aquella cueva resguardaba los tesoros obtenidos en conquistas, expediciones o guerras. Guardaba cientos de secreto que ningún ciudadano conocía ni debía conocer.
Estaba restringido para todo aquel que no fuera el rey, pues se decía que la inestabilidad de algunos de los artefactos obtenidos podrían causar enormes desastres.
−No deberíamos estar haciendo esto. Me asesinarán si me encuentran. Ya no quiero hacerlo.−suplicó Taria− Urset yo no debo estar aquí, soy parte de la servidumbre, ni siquiera tu deberías estar aquí.
El muchacho tomó la mano de la joven y la miró.
−Estás conmigo, nada va a sucederte, no mientras yo viva.
Tras esas palabras, ambos entraron a la bóveda.
Habían estado allí mil y un veces, ese era su juego. Burlar las normas del castillo resultaba enteramente divertido.
Caminaron entre los jarrones de oro, las gemas, los libros antiguos y los pergaminos, conocían todas y cada una de las cosas que allí se encontraban, desde lo más pequeño hasta lo más significativo.
Caminaron entre reliquias hasta detenerse en el centro de la habitación.
Un pequeño altar de madera se encontraba ante ellos: sobre su limitada superficie reposaba una pequeña caja color esmeralda. Estaba sujeta por un lazo negro y desprendía una luz macabra y frívola.
−¿Qué es eso? No estaba aquí la última vez que vinimos. –preguntó Taria.
−No tengo la menor idea. –respondió Urset− Proviene de Gevan, la han traído hace unos días. Ha sido encontrado en el fondo de un abismo. Mi padre dice que es inmensamente peligrosa, que por eso jamás debe ser abierta.
Taria la observó: la caja derrochaba belleza. Parecía hecha totalmente de gemas, pues el resplandor que desprendía comenzaba a cegarla, quemándole las pupilas.
−¿Qué cree que contenga?− preguntó la muchacha.
−No lo sé. ¿Deseas averiguarlo?
Ella dudó por unos segundos, no sabía que tan buena idea era aquello. Urset lo había dicho: la caja era peligrosa.
−No creo que debamos, ni siquiera tu padre se ha atrevido.
−Eso no significa que nosotros no podamos hacerlo. –señaló el muchacho−Vamos, ven, lo haremos juntos.
Urset miró a su compañera: lucía asustada y temblaba levemente. El la conocía, sabía que accedería, pues era débil...y asi fue. Ambos caminaron hacia altar y se colocaron frente a él. La luz de la caja se tornó más intensa
Los jóvenes acercaron sus manos a la pequeña tira negra, solo debían dar un mínimo tirón para poder desanudarlo.
Cada uno de ellos tomó un extremo de la cinta, dispuestos a tirar de ella, al mismo tiempo...juntos.
−Contaré hasta tres y la abriremos. –impuso el muchacho.
Taria aceptó.
−Uno, dos...
Tres...
Urset miró a su única amiga en el mundo y, con un suave destello de maldad en su mirada, apartó la mano de la caja, permitieron que ella la abriera, sola...
La tapa salió volando, empujada por la infinidad de sombras que se encontraban dentro del artefacto. Pronto todo se sumió en una espesa oscuridad. Ambos comenzaron a escuchar un fuerte zumbido que se incrementaba con el paso del tiempo. Un zumbido que les taladraba los huesos.
Pronto, la oscuridad la absorbió.
−¡Íbamos a abrirla juntos! ¿Qué has hecho? –gritó la muchacha.
−No lo sé, la caja ha apartado mi mano, no pude evitarlo, no fue mi culpa. –mintió el príncipe.
Las sombras envolvieron a la niña, engulléndola en su interior. Solo se escuchaban zumbidos y gritos: eran totalmente devastadores, como si estuvieran rasgando su piel, atravesandle cada fibra de su cuerpo