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La mañana antes de la cena con Lorenzo Vitale, Kathleen se encontraba en su lugar favorito del mundo: la gran hamaca del patio trasero de su casa. El sol de verano brillaba con fuerza, incrementando el número de pecas que adornaban su rostro. Con shorts cortos y muy atrevidos, y una blusa floja que dejaba al descubierto sus hombros, se mecía suavemente, disfrutando del momento de tranquilidad.
Mientras bebía una limonada fría, intentaba despejar su mente de las preocupaciones que la asaltaban. La cena con el poderoso y temido empresario no era precisamente el tipo de plan que había imaginado para ese día. Sin embargo, su situación familiar la había obligado a aceptar. El recuerdo de la conversación con su padre, y la desesperación en sus ojos, la perseguía desde el día anterior.
Tomó un sorbo de su limonada, el sabor ácido y refrescante la ayudaba a mantener la cabeza fría. Se mecía lentamente, intentando no pensar demasiado en lo que le esperaba esa noche. En lugar de preocuparse, decidió disfrutar del presente: el cálido sol sobre su piel, el suave balanceo y la sensación de libertad que siempre le había proporcionado ese rincón de su hogar.
Sin embargo, esa sensación de paz se vio interrumpida cuando, de repente, notó una sombra alargada en el suelo, proyectada sobre el césped bien cuidado del patio. Frunció el ceño, extrañada, y se incorporó lentamente para ver de dónde venía.
Entonces lo vio. Entrecerró los ojos marrones. Era la figura musculosa de un hombre en ropa de gimnasio. En su otra mano llevaba un arma de fuego. El corazón le dio un vuelco. Parecía un tipo peligroso. Los músculos de su cuerpo se llenaron de tensión.
Lo vio erguirse, de espaldas a ella. Era alto, más de un metro ochenta, de hombros anchos y caderas estrechas, y tenía piernas largas que eran puro músculo y fibra al moverse. Un hombre que se movía con actitud arrogante, como si buscara algo...
«Mantén la calma», se dijo, «puedes manejar esto».
Se quedó quieta, observándole las nalgas y calculando cuánto daño le podría hacer si le lanzaba la piedra grande que tenía debajo de la hamaca directo a la cabeza.
«Está tatuado por todas partes. Oh, por Dios».
No pudo evitar imaginar cómo serían esos músculos sin la barrera de la ropa que llevaba. Seguramente tendría tatuajes en lugares mucho más interesantes. ¿Tal vez uno en la espalda? O mejor aún, en algún lugar más... privado. Un tatuaje que solo alguien muy especial podría ver. La curiosa muchacha sintió un calor inusual en su rostro, y no era solo por el sol que la había estado bronceando.
«¡¿Qué carajos estás pensando, Kathleen?!», se reprendió mentalmente, aunque su mente seguía corriendo con pensamientos que se volvían más y más impuros a cada segundo.
Contuvo el impulso de levantarse y salir corriendo y permaneció en silencio contemplando la figura del hombre merodear todo como si se estuviera escondiendo o buscando a alguien. La pistola que llevaba en la mano lo decía todo.
Se dijo que las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, y en el colegio había sido una buena gimnasta, aparte de ser dos años seguidos campeona de karate. Era cinturón negro y se lo iba a hacer saber.
Mientras la atención del intruso se hallaba centrada en la casa, mentalmente ella se preparó para el combate. Despacio y en silencio se puso de pie, mientras la adrenalina bombeaba por sus venas. Entonces, con un alarido que ponía los pelos de punta, giró en el aire como un remolino y con unas patadas precisas, el ladrón quedó tumbado de espaldas y la pecosa rápidamente tuvo el arma en la mano y un pie en el cuello del hombre.
Lorenzo Vitale se había dado la vuelta sorprendido por el ruido; ni todo el maldito entrenamiento militar y los años siendo el capo de la mafia italiana lo habían preparado para aquello. Había sentido un movimiento, luego había tenido la imagen fugaz de un pelo color chocolate y de una forma muy femenina que volaba hacia él, momento en que el aire abandonó sus pulmones.
No podía creérselo... Una mocosa como de doce años lo había tumbado literalmente. A él, el tipo más peligroso de la Cosa Nostra. Nunca en sus treinta y un años una mujer le había hecho eso a «él».
A punto de moverse, contempló la larga y bonita pierna y se quedó quieto. La testosterona dominó al sentido común cuando sus ojos rodaron por el delicioso vientre expuesto y las nalgas respingonas.
«Dios, si es preciosa».
Sus ojos azules la recorrieron en un escrutinio lento e intenso. Desde la cabeza, cuyo pelo color chocolate tenía recogido en una coleta, pasando por la perfecta simetría de las facciones, los ojos salvajes, la boca sensual que suplicaba ser besada, hasta los pechos altos y firmes que tensaban la camisa holgada que se había atado bajo esos lujuriosos montes.
«No, ya no parece de doce, aunque tiene el tamaño de un minion»
Una extensión de piel pálida y suave revelaba su diminuta cintura y el hoyuelo de su ombligo, que los pantaloncitos ridículamente cortos no podían esconder. Por primera vez en años, Lorenzo se quedó anonadado; sintió que se ponía duro al instante, algo que hacía años que tampoco le sucedía.
La cereza del pastel fueron las jodidas pecas, que le enviaron un cortocircuito con alto voltaje a su aparato reproductor a un nivel que casi lo achicharra.
«¿Se podría morir un hombre de una erección con solo mirar unas pecas?»
Esa mocosa era de una belleza deslumbrante, y la imagen de verla volar por el aire con tanta gracia era lo más espectacular que había presenciado en mucho tiempo. No tenía idea de lo que hacía en la casa del hijo de puta de Mark Sullivan, pero podría llegar a ser muy divertido averiguarlo.
Desvirgar a la hija del deudor podía esperar. A él le gustaba esta que lo estaba apuntando con la pistola. Con arrogancia inconsciente, decidió que iba a perseguir a esa mujer. Estaría mejor si no tuviera el pie en su cuello, pero no tenía prisa por levantarse. La vista era espectacular.
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Editado: 30.10.2024