La puerta de mi oficina no suele estar cerrada. Guardo ese privilegio para pequeñas ocasiones, como regaños a miembros del personal o discusiones con mi gemelo Sergio, el director de arte de la revista. Sé que soy el editor en jefe, pero considero energizante el sonido del staff corriendo de un lado a otro, rogando una entrevista al teléfono o gritando que necesitan ayuda con una hoja atascada en la impresora. Tengo un amor secreto por el caos, en medio de mi vida ordenada y tranquila. Ver y oír a la manada de locos que tengo por empleados me hace sentir como un niño que se asoma a una juguetería. Una muy ruidosa.
Pero hay una razón para cerrar mi puerta, en ciertas ocasiones. Como la de ese día.
—¿Qué significa esto? —exigió la voz que esperaba, destacándose sobre el estruendo de la madera al chocar con la pared—. ¡No me ignores, sé que has sido tú!
Ahí estaba. El sonido de la puerta cuando Elisa iba por mí era único.
—Te tardaste demasiado —respondí, sin levantarme del sillón en mi escritorio—. Con la primera línea deberías haberte dado cuenta de que era yo, Mores.
La hermosa pelirroja agitó la hoja de papel en su mano.
—¿Cómo voy a adivinarlo, Ledesma, si me has escrito una nota en tu computadora?
—Exacto. Así soy yo, Elisa.
—Podrías haber enviado un email, o algo. Ya mueren muchos árboles para que gastes en... lo que sea que...
Me removí en mi asiento, incómodo. De pronto, encontré interesante el diseño de mi bolígrafo y comencé a pasarlo entre mis dedos. Era la primera vez que la veía así de nerviosa. No podía ser buena señal.
—Como sea. Supongo que la leíste. Por eso has venido.
Noté que ella me miraba por un momento, con desconfianza. Pareció convencerse de algo, porque relajó los hombros y soltó un suspiro. Entonces cerró la puerta, con suavidad. Yo seguí pensando que aquello podía terminar mal.
—La leí, hombre. Y no sé si estoy despedida o estás burlándote de mí.
—¡Nada de eso, Elisa! ¡Estoy declarándome!
Lo había dicho. Antes lo había escrito, era cierto. Pero me estaba escuchando decirlo y ya no había vuelta atrás. Me puse de pie, angustiado. Fui hasta la ventana, necesitaba poner los ojos en otra parte. Y el reflejo del cristal me trajo los ojos confundidos de ella.
—¿Cómo? ¿En qué párrafo, exactamente? —preguntó, indignada—. Porque lo único que veo son quejas de mi desempeño en la revista.
—No voy a mentirte. Esto no lo hace más fácil, créeme.
—¿No podías enviarme una advertencia con los de Recursos humanos, como a los demás? Crees que porque nos conozcamos desde niños tienes derecho a...
Me volví y la enfrenté.
—¡Eres la peor consejera sentimental del planeta, Elisa! ¡Y te pago por meternos a todos en problemas! Esa princesa que asesoraste por una venganza hacia su amante salió en televisión. Y todavía no me devuelven del taller el auto que ese rarito del futuro me robó para perseguir a no sé quién. Pero siento... cosas por ti. Desde la escuela. Cuando golpeabas a esos matones con sus propios bates de béisbol y me llevabas a la enfermería.
Otra vez. Había querido ser sincero y, en lugar de eso, no había hecho más que esconder las palabras bonitas en un montón de reclamos. Al menos, las cosas importantes las había dicho al final. Y, por el gesto pensativo de Elisa, eran las que habían causado más impacto.
—¿De verdad? Pensé que no me veías a la altura —murmuró.
Y esa fue toda su reacción.
Al escuchar eso, deseé que el suelo se hundiera y me llevara a las profundidades de la tierra. Atravesar el magma del centro y salir después por China. O Corea. O alguno de esos países del otro lado del globo, donde nadie me conociera. Por la ubicación de este país, era probable que solo hubiese océano a esas alturas.
Se suponía que Elisa me había tenido enfrente desde los doce años. No había caso. Era invisible para ella. Ahí tenía mi respuesta, solo con ver la cara de desconcierto que había puesto. Y eso que ni mencioné la palabrita que empezaba con «a». Por suerte, no lo hice.
—Olvídalo. Fue un impulso estúpido —dije, conciliador—. No tienes que contestarme nada. Devuélveme la carta y te prometo que esto no se repetirá.
Ella miró mi mano extendida.
Yo quedé esperando. Entonces, la vi sonreír como nunca lo había hecho. Era como si tuviésemos quince años otra vez y yo sí me hubiese animado a decirle todo. O aún mejor.
Cuando me di cuenta, habíamos barrido con medio escritorio y nos besábamos a lo bruto. Elisa luchaba con los botones de mi camisa, yo con el cierre de su vestido azul. Me había rendido, levantándole la falda hasta la cintura. Ella había sido más hábil con mis pantalones, lo único que debía hacer ahora era desenredarlos de mis tobillos para liberarme. Y la primera en decir todas las palabras tiernas que yo había callado fue la propia Elisa.
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amor en el trabajo, nadie es lo que parece, parodia de cuentos de hadas
Editado: 12.08.2018