El vestido negro abrazaba su frágil cuerpo, el cual parecía una ramita que podría quebrarse en cualquier momento. Un sombrero del mismo color la cubría y desde lejos observaba la ceremonia. No tenía permitido asistir al entierro, pero ahí estaba, a varios metros observando cómo le daban el último adiós. Sonrió con nostalgia, recordando el día en que lo había conocido. Sabía que no debía correr el riesgo, aun así, se atrevió, con temor, a poner un pie fuera de su resistencia. Se asomó por la ventana de su castillo, creyendo que esta vez podría tener un final feliz. Ingenua de ella, una vez más, alguien que se acercaba a ella y amaba, se desvanecía entre sus manos sin poder hacer nada al respecto.
—¿Qué haces aquí? —reconoció esa delgada pero imponente voz al instante. La fragilidad de la pregunta y el odio que emanaba podía percibirlo en el aire. Bajó la mirada y sus manos se cruzaron nerviosas, ni siquiera tenía el derecho de responder o darse la vuelta y enfrentarla.
—Perdón si la he incomodado, pero…
—Sabías muy bien que tenías prohibido asistir, no entiendo qué haces aquí.
—Pero ni siquiera estoy en la ceremo…—sus palabras fueron cortadas por la brusquedad en que fue agarrada por el cabello, obligándola a girarse y mirarla a los ojos.
—Vete ahora mismo. No quiero volver a saber de ti, ya mucho daño le has causado a mi familia, Amanda. Mi adorado hijo… —sus ojos se llenaron de lágrimas y su expresión cambió de odio a tristeza absoluta. La soltó suavemente y se dio la vuelta, marchándose.
—Qué alegría. Ella puede llorar.
Sin embargo, hizo caso omiso a la advertencia, tan solo se alejó un poco más y esperó pacientemente a que la ceremonia finalizara. Cuando ya estaba segura de que todos se habían marchado se dirigió a dar su último adiós.
Se sentía cómoda en los cementerios, no habían miradas maliciosas ni rumores malintencionados, tan solo personas descansando, ya fueran buenas, malas o perversas, a la hora de su muerte todos iban al mismo lugar. Ahí nadie la juzgaba y si acaso algún espíritu que vagaba lograba ver a través de ella, ni siquiera podría decir nada al respecto.
“Aquí descansa Cristian, amado por todos” —leyó varias veces el epitafio, decir las cosas en voz alta las hacía reales. Ahí estaban los restos de una persona que hacía tan solo tres días reía a carcajadas y le decía que la llevaría de paseo al mar. Juraba que aún podía oír su risa sonora mezclada con el viento, en la noche podía escuchar el susurro de su voz decirle, “Hey Amanda, te amo, ¿me dejas amarte?”
—Lo nuestro fue tan fugaz que duele. —se sentó despacio y repasó con las yemas de sus dedos las letras de su nombre—Perdóname por haberte arrancado con tanta violencia la posibilidad de vivir. Con esa cara tan bonita que tenías pudiste haber sido actor o modelo, o cantante porque tu voz también era bonita…dentro de quince años tal vez ya estuvieras casado y con dos hijos o bueno, hijos no. Pero tal vez ya habrías encontrado a quien amar con toda tu alma. Y mira tú, tus ojos se vinieron a posar en esta niña maldita.
Se detuvo un instante. Suspiró de tristeza y cerró los ojos intentando rememorar cada instante que vivió junto a él.
—Supe que todo saldría mal desde que tus preciosos ojos enamorados me partieron el alma en dos. Y aun así, quise que tú, que te veías tan puro, entraras en mi dañado castillo. Perdóname por haberte dejado entrar en mi vida, perdóname por bajar mis muros y querer estar contigo, perdóname porque estoy tan jodida que ni siquiera te puedo llorar. Pero me duele, te juro que me duele tu partida, es como si te arrancaran el corazón sin anestesia, multiplicado por diez mil—cerró sus ojos y suspiró—… Adiós, mi amor.
“Aquí descansa Cristian, amado por Amanda” —susurró por última vez y se puso en pie.
Antes de que pudiera dar un paso, sintió el viento con violencia, que la obligó a abrazarse a sí misma. Su sombrero salió volando, bailando por el aire. Lo observó alejarse y pensaba si debía ir tras de el o no. Era una edición limitada que le había costado mucho conseguir, pero estaba demasiado cansada como para si quiera caminar rápido y perseguirlo. Así que con pesar se dio la vuelta y emprendió su camino, con calma.
Unos cuantos metros después escuchó pasos que parecían ir detrás de ella. Su cuerpo se tensionó al pensar que podría ser la madre de Cristian, se giró esperando lo peor, pero la peculiaridad del hombre que tenía enfrente tan solo le causó gracia. Sus ojos delineados de negro hacían contraste con su pálida piel, Amanda no pudo evitar fijarse en el sombrero de copa alta de color verde oscuro. Pensaba que esos ya no se usaban. En su mano derecha jugaba con un bastón y en la otra llevaba el sombrero que hacía un rato el viento se había llevado.
—Permítame decirle, señorita, que tiene usted un olor exquisito. —el tono de su voz fue más grave de lo esperado.
—¿Disculpe?
—He recogido su sombrero, pero parecía usted tan perdida en sus pensamientos que no he querido interrumpirla. —extendió su mano para ofrecerle el sombrero.
Dudosa, dio pequeños pasos hacía él. Tomó su sombrero e inclinó un poco su cabeza en señal de agradecimiento.
—Muchas gracias, es usted muy amable.
—Ex-qui-si-to. —cerró sus ojos y elevó la cabeza, aspirando con fuerza por la nariz.
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Editado: 06.05.2020