ALEX MOYA
Era la madrugada del sábado y la conversación con Vivian seguía dando vueltas en mi cabeza. Ya casi asomaba el sol a través de la ventana y era triste pensar que no había dormido durante toda la noche. Tenía algo a lo que comúnmente llaman "chuchaqui seco." Salí al baño y, al verme en el espejo, cerré los ojos y pegué la frente a él. Estaba malogrado y cansado. Vivian había abierto una brecha de pensamientos extraños pero reales sobre mi posición dentro del negocio familiar. Bajé a la cocina y no había nadie más que la empleada preparándonos el desayuno.
—¿Café? —preguntó al verme.
—Como siempre.
Tomé mi taza y subí al cuarto de estudio en busca de algún libro interesante. Siempre compraba varios por el autor o título, pero a veces olvidaba que lo había hecho y se empolvaban en la librería. Me senté en un mueble para dos personas y comencé a ojear uno llamado “A la Costa” de Luis Martinez. Compré el libro cuando aún estaba en el colegio. Me llamaba poco la atención ya que alguien me dijo que la literatura ecuatoriana de alguna forma fue corrompida. Hubo autores excepcionales a lo largo de la historia, pero fracasaron al dejarse aprovechar por políticos que querían vender una idealización de su rol dentro del estado para obtener mayor acogida en el pueblo a través del periodismo. Aún así, el profesor de literatura en el colegio nos la recomendó, la compré y al fin llegó el día de leerla.
Pasaba las páginas cuando mi padre pasó frente a la entrada del estudio con un pantalón casual negro y camisa gris. Me observó con desdén; con el pasar de los años, me fui haciendo a la idea de que ese era su saludo. Se detuvo un rato viendo qué hacía, como si leer un libro fuera algo indebido. Ahora que lo pienso, ¿qué derecho tiene un mafioso de juzgar eso? Lo escuché bajar las escaleras, pero se detuvo a mitad de camino. Subió nuevamente al estudio, caminó despacio rodeándome hasta llegar a la ventana con las manos en los bolsillos, quedando de espaldas a mí.
—Esta semana será una prueba —dijo—. Espero que no le causes molestias a la hija de Juan.
—La verdad no sé con qué intención hacen esto. ¿No soy un inútil como siempre dices?
—Tú lo has dicho —respondió con desprecio—. Aún así, hasta la mierda sirve de abono para las plantas.
—Es curioso que lo digas, creí que no sabías de plantas.
—No me subestimes, niño idiota.
—Pues… creí que solo servías para ganarte el dinero haciendo porquerías. Es tu talento, ¿cierto?
—No lo entenderías —se volteó para encararme—. Eres un desperdicio en la familia, no aprovechas a tu padre como se debe más que para gastar mi dinero.
—¿Qué debo hacer entonces, don Ernesto Moya? —solté cansado.
—Ni volviendo a nacer cambiarías esa insolencia natural, pero, al menos por ahora, estarás con Vivian. Los vi hablando en la terraza anoche. Dijo que eras tolerable y que le gustaría enseñarte un par de cosas del trabajo al cual ella, a diferencia tuya, sí se preparó.
—¿Tú se lo pediste?
—No te confundas, tú solo me haces pasar vergüenzas. Pero supongo que ya es tiempo de que hagas algo con tu vida además de leer estupideces. ¿Qué es eso? ¿“A la Costa”? Apuesto a que es algo de romance como la mierda sentimental que eres.
—No sé de qué se trata, pero no tienes derecho a juzgar a los libros. Si llegaron a mis manos o a una librería es por algo.
—No te sirve de nada ser sentimental, al menos no aquí. Tengo varios libros que de verdad te pueden ayudar, están ahí, en la parte superior de la estantería.
—Los leí hace tiempo.
Él se asombró.
—Interesante…, y ¿cuándo piensas ponerlos en práctica?
—Cuando amerite hacerlo o, en otras palabras, cuando mueras y tenga que cargar con toda la mierda que llamas negocio.
Mi padre sacudió la cabeza y salió a la planta baja. Al fin pude respirar con mayor tranquilidad. Entre nosotros casi nunca pasábamos de una mala cara o mirada de desprecio, pero cuando discutíamos, debía ser cauto. Podría decirle lo que quisiera, pero si le levantaba la voz me golpearía en la cara.
Cerré mi libro ya sin ánimos de seguir leyendo. Sentía mucha presión en la cabeza con el simple hecho de recordar mi maldito apellido. Vivian tenía razón, no tengo la conciencia tan dura como para mezclarme con la mafia. Pero también es tal como dice mi padre: ya soy adulto, tengo 23 años y debo afrontar varias cosas de la mafia como me lo dicta el legado. Decir que esperaría al día de su muerte fue algo que me salió de impulso, ya que mi padre es hiriente en todo momento; si no lo hace, su día queda incompleto.
Salí a ducharme y me topé con mi madre que, a diferencia de mi padre, no arremetía contra mi presencia. Solo me ignoraba como al aire, pero en esta ocasión me observó durante un instante y una sonrisa torcida asomó en su rostro. Desconozco el motivo de ese gesto, pero sabía que no debía esperar mucho. Mis expectativas con el amor dentro del hogar murieron hace muchos años. Cuando era niño, me consentían y me llevaban a jugar a distintos lugares, pero con los años me fui dando cuenta de que no lo hacían porque les gustara; era pura apariencia para exhibir al legado de los Moya como un niño normal, coprotagonista de los Noboa.
Después de ducharme, salí a dar un paseo por el centro de la ciudad. Compré un café para llevar y luego fui a una pequeña librería llamada “Bookeamos” que quedaba cerca. Me gustaba comprar ahí ya que tenía algunos cojines y sillones para acostarse y leer plácidamente. Además, estaba administrada por una pelirroja de aproximadamente 35 años que era toda una romántica influenciada en su gran mayoría por Mario Benedetti y siempre estaba presta a hablar con sus clientes sobre libros o cualquier cosa. Dialogar algunos minutos con ella me reiniciaba la vida.
—¿Qué pasó ahora, Alex? —preguntó sentándose junto a mí.
—Solo vine por mi dosis semanal de cariño.
—Pero si viniste hace tres días —sonrió.
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Editado: 31.05.2022