Estábamos en el sofá.
La misma sala donde nos habíamos besado por primera vez.
La misma luz cálida.
Pero otra energía.
Julián me miraba con ese amor que aprendió a ser paciente.
Yo tenía las manos entrelazadas sobre mis rodillas, como si sostuviera algo que estaba a punto de florecer.
Respiré hondo.
—No quiero que dejes Madrid por mí, Julián —dije con voz tranquila—. Y tampoco voy a dejar todo por ti.
Él asintió, sin sorpresa. Como si supiera que eso venía.
—Pero quiero construir algo contigo, aunque eso signifique volver a aprender cómo se hace el amor en la distancia.
Le tomé la mano.
—Puedo trabajar desde aquí, desde allá… hay formas. No necesito mudarme inmediatamente. Pero tampoco tengo miedo de hacerlo cuando sea el momento. Y no por ti. Por nosotros. Porque yo también me merezco explorarme en otros paisajes.
Él me miró.
Había una emoción profunda en sus ojos. Orgullo. Alivio. Amor real.
—No quería que renunciaras a ti —me dijo—. Solo quería saber si podías soñar conmigo.
—Puedo —respondí—. Pero no dejaré de soñar conmigo también.
Nos abrazamos.
No como quienes se aferran, sino como quienes se eligen con madurez.
Después, cenamos sin apuro.
Pusimos música suave.
Nos reímos con historias del pasado.
Y al final de la noche, hicimos el amor con la certeza de que el deseo se vuelve más fuerte cuando nace de la libertad.
No sabíamos qué pasaría en seis meses.
Ni en un año.
Pero por primera vez, no necesitábamos certezas.
Solo el coraje de apostar por algo que ya no era impulso, sino elección.
Los invito para que me agregen
Editado: 16.07.2025