Pasos hacia el Destino

Capítulo 88, El fin de una era, (12

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Por el momento, los infiernos están cumpliendo con su propósito, logrando detener la destrucción de los hilos. No obstante, el poder de los dioses disminuye con el pasar de los días, presagiando la llegada inevitable de su fin.

Eimi logró proteger su pequeño universo durante una semana, pero en el último ataque, perdió más que unos cuantos compañeros: perdió los últimos vestigios de felicidad que le quedaban. La responsabilidad es ahora su única motivación, y aunque no tiene una conexión directa con su origen, lo siente como propio, al igual que los seres que lo habitan.
No está sola. A su lado se encuentran los dioses del poder, los pocos que han sobrevivido a la persecución desatada por los dioses de los sentimientos. Sus manos, ahora un poco más fuertes, pueden controlar los hilos de la esperanza. Sin embargo, no puede enseñar a otros dioses a utilizarlos, ya que ellos no pueden sentirlos. Tampoco pudo obtener respuestas sobre la identidad de la mujer de cabello rojo, Ámilis o Cálida. Anhela volver a verlos, especialmente a Ámilis, para hacerle varias preguntas.
Al recibir una copa para beber, aquel nombre resurge en su mente: Eishmiv. Lo repite en silencio un par de veces. Sabía que había algo en ese nombre que le resulta íntimamente familiar.
—Gracias —dice Eimi a la humana que reparte bebida entre los dioses del templo.
La mujer era la madre del niño que Eimi salvó aquel día. Con una sonrisa, le ofrece también un pan dulce que ha preparado.
—Un placer —responde la mujer.
Eimi intenta devolverle la sonrisa, pero su alma ya no sabía cómo generar tal emoción.
—¿Cómo está tu hijo? —pregunta mientras bebe con lentitud.
—Está bien, gracias a ti —responde la mujer, ofreciéndole un poco más de bebida.
Cuando los humanos se retiran tras repartir la comida, los dioses continúan la discusión.
—No lo puedo creer, estamos tan débiles que necesitamos comer —menciona uno de los dioses, deteniéndose un instante antes de volver a morder la carne.
—Eso no es lo peor. Hoy hemos perdido a más de cien —interrumpe una diosa con la voz cargada de amargura.
—¿Qué nos queda? El fin se acerca. Solo espero que cuando venga por mí, que sea rápido —murmura otro dios, que no dejaba de temblar ante el frío de la verdad.
El templo de madera, construido por manos humanas, se estremece incluso por la suavidad del viento. En el centro de la sala, se halla la diosa responsable de llevarlos a la ruina.
Nadie lo dice en voz alta, pero todos la miran con ojos oscuros, llenos de resentimiento. Cuando se supo que la diosa que creó las armas apareció en uno de los universos distantes, muchos vinieron a buscarla con el propósito de matarla, de vengar a sus padres, hermanos y hermanas. Al final no pudieron hacerlo.
Nunca van a borrar el odio que llevan adentro, tampoco pueden negar lo que han visto con sus propios ojos. La han observado luchar por la gente de este planeta, arriesgando su vida. La verdad es que, para cada uno de ellos, ella les ha devuelto algo que creían haber perdido.
—¿No vas a decir nada? —pregunta un dios sentado cerca de Eimi, rompiendo el silencio como si lanzara una piedra a un lago quieto.
Ella no contesta de inmediato, baja la cabeza y deja que el murmullo del viento entre por las grietas del templo.
—Tengo miedo —dice finalmente, ajustándose los anteojos—. Pero no por mi vida. Tengo miedo de perder mi fe.
Los rostros se levantan. Todos la miran.
—He visto que es posible ganar —continúa, mientras en su mente resuena la voz de la mujer de cabello rojo—. Incluso si morimos, es posible dejar nuestras huellas en el largo camino de la vida.
—Diría que tus palabras son solo eso… palabras —pronuncia una diosa, clavando sus ojos en los de Eimi cuando esta la mira—. ¿Es cierto que existen hilos que no podemos ver?
—Sí. Son hilos que no se pueden romper, y todos los llevamos adentro. En lo más profundo, todos somos iguales. Somos una familia —responde Eimi, y por un instante, al pensar en Ámilis, sus labios dibujan una pequeña sonrisa que desaparece de inmediato.

No se dice nada más después de eso.

En esta parte de la prueba, el noventa por ciento de los universos han sido destruidos, dejando únicamente aquellos de complejidad 1, 2 y 3, y entre ellos, los temidos “infiernos”.

Para asegurar la supervivencia de los dioses, las fuerzas de Lorenia se reúnen para poner fin al viejo sistema y dar paso a la nueva era. Ella sabe que Eimi es la última que queda, y una vez que la elimine, se convertirá en la Gran Soberana, la diosa por encima de todos. Sus guerreros no se componen solo de dioses, sino también de una nueva gente, llamados hijos de los dioses: “ángeles”.
Lo que nadie sabe con certeza es si Eimi ha logrado reunir a un verdadero ejército o, como es más probable, apenas un puñado de aliados. A Lorenia, sin embargo, le parece perfecto. Ya que todos los traidores van a estar reunidos en un solo lugar, de esa forma podrá eliminarlos de una vez por todas. No importa que hayan perdido gran parte de sus poderes. Está convencida de que van a ganar, y que con la victoria, sus poderes regresarán.

Con su ejército de más de cien mil dioses y un millón de ángeles se prepara para la ofensiva. Alza su espada y los portales comienzan a abrirse, expandiéndose como llagas en el tejido del espacio. Cuando baja su arma, la dirige hacia adelante para dar marcha a sus tropas, que sueltan un gran rugido de guerra.

Al otro lado, Eimi y sus mil guerreros se preparan. Antes, se gira un momento, observando el planeta donde ha reunido a todos los humanos del universo. Sabe que si cae en esta batalla, ninguno de ellos sobrevivirá.
En que los portales se abren, de inmediato se da cuenta de que se iban a enfrentar a toda la fuerza de Lorenia. Los dioses que están con Eimi miran en silencio cómo un millón de enemigos los cruzan. Muchos aceptan que este es el fin. Entonces, escuchan la voz de su líder.
—He cometido muchos errores —exclama Eimi, su voz temblando pero firme—. Aun cuando quise ser como mi madre, una diosa de creación… terminé creando armas.
Hace una pausa, el dolor cruzándole el rostro.
—Lo siento…
Sus manos tiemblan, pero su mirada se eleva con una nueva determinación.
—Voy a encarar al destino con mi desafío… y quiero que ustedes lo hagan también. No por mí, sino por la gente que cree en nosotros. En nuestra fortaleza, en nuestras virtudes… en nuestro amor. Demostrémosle al destino que siempre seremos los Dioses de la Esperanza. ¡Y que lucharemos hasta el final!




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