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«Nací en el seno de una familia pobre, de modo que comencé a aportar desde muy pequeño. La Santa Cruz de aquellos tiempos a cambiado tanto que de puro coraje uno le echaría sus lagrimones —enciende un cigarrillo y expulsa despacio el humo, bien redondo que se eleva con lentitud hacia las vigas del techo reímos brindando un trago y chasqueando los lábios, el retoma su monólogo —: de pequeño vendi pan de arroz y empanadas. Una de esas infantiles tardes, mucho después de la escuela mientras voceaba mis horneados por las polvorientas calles, sin querer escuché unos gemidos juguetones y movido por mi natural curiosidad caminé bajo el corredor donde nacían los sonidos esos, con pasos seguros y rápidos atisve a la puerta de cuatro hojas, con las dos inferiores cerradas de las que procedían aquellos gemidos como de cachorrillos jugando. El hombre la bebía a besos y ella se entregaba con pasión, parecía que sus cuerpos iban a explotar por la saturación de una extraña energía que se desprendía del cuerpo femenino, aún no lo sabía pero algún tiempo después comprendería que el cuerpo de ellas, más explicitamente su sexo es lo que mueve al mundo. El hombre no haría nada si no tiene el consentimiento de ella. El celibato es casi mítico en vez de místico, si lo sabré yo. Entonces pensé en mis adentros, ¿como dominar o controlar esa arrebatadora implosion de deseo que se desprende de ese cuerpo curvilineo y perfumado? Observé a los hombres, sus piropos sin gracia, sin la correcta pronunciación y la necesaria sonrisa sincera, al tiempo comprendí que lo mejor que podía hacer era aprender de ellos hasta donde sea posible, apuntando sus errores y triunfos, luego mejorarlos conforme al momento adecuado —pausa, era el turno de otro cigarrillo y otro trago de ron, yo atento de no perderme una palabra de su conversación mirándole a través del humo...
Editado: 12.09.2021