Pecadora [la entrada al paraíso]

VEINTISÉIS

† VEINTISÉIS †

—TRAJES, NOTICIAS Y FUEGO—

 

 

 

 

Un día para la Llegada. Mañana.

        En el cielo todo era caos. La tensión entre todos los ángeles era palpable, dado que el juicio que Iezalel organizó tras la llegada de los ángeles se había pospuesto, y no tenían ni un solo segundo de descanso después de que Hekamiah y Menadel fueran encerrados bajo llave hasta nuevo aviso, cuando el Juez volviera a aparecer de entre las tinieblas y los escuchara para dar su veredicto o iniciara la guerra.

        Dos guerreros prisioneros y dos fallecidos no era un lujo que podían permitirse.  

        Nadie podía cerrar los ojos antes de que algún ángel de la primera jerarquía les encomendara más trabajo; no cuando el Juicio estaba tan cercano.

        Si alguien se detenía a observar el panorama, tras el cielo que lo cubría todo a su alrededor, vería a las decenas de seres alados que corrían con desespero y rapidez de un lado a otro. Oiría el ruidoso repiqueteo de las armas al chocar unas con otras o al caer al suelo, estrellándose contra las brillantes baldosas de mármol que adornaban el centro del Paraíso. De alguna manera, el plan de reunir Salvados daba frutos pues en pocas horas, al reducir un poco las exigencias que se tomaban a la hora de elegir los próximos soldados de Yahvé, habían conseguido una decena de hombres que, a pesar de representar una pequeña cantidad sumada a la de los ángeles frente a las fuerzas del Infierno, era motivo para festejar y celebrar la diminuta victoria.

        Los arcángeles se veían imponentes sobre el resto de la mayoría de sus hermanos; vestidos con trajes de batalla, el denso plumaje que muchas veces les salvaba la vida de terribles heridas, y con espadas colgando a los costados. Las enormes alas descansaban, extendidas en toda su magnitud mientras vigilaban que cada miembro de sus tropas cumpliera como era debido con las obligaciones que les correspondían según al coro al que pertenecían. Provisiones, armamento, territorios, enemigos, simulacros de batalla, entrenamientos… Tantas cosas a tener en cuenta en tan poco tiempo terminaba por agotar a cualquiera.

        En la cima del campo de preparación, Miguel veía ante sí los fantasmas de la guerra pasada con una eterna lista en mano. Observaba desilusionado uno de los últimos nombres añadidos. El sangriento color de un hombre que había caído y tenía fijo un destino todo por culpa de Dalila.

        Dalila.

        Con tan solo escuchar aquel nombre se le podría arruinar un siglo entero, ahora más con su reciente encuentro repleto de engaños entre suaves palabras. Si él cayó con ellas, ¿cómo aguantarían los humanos?

        En ese momento ella era el único tema de discusión. Dalila esto…, Dalila lo otro. No la podía odiar, ya que era una de las leyes impuestas a los ángeles por el mismísimo Creador, aunque sabía que varios de los suyos sí que lo hacían; pero es que aquella sencilla palabra que en algún momento pudo sonarle bella, le provocaba arcadas. No quería tenerla en frente a la hora de la batalla pues tenía la certeza de que no respondería por sus acciones.

        «No es rencor, ¡tengo mis razones!», se repetía para convencerse a sí mismo de que el desprecio que sentía por ella estaba justificado en gran parte, por no decir que en su totalidad.

        Cada que cerraba los ojos, por poco que fuera, la veía:

        Unos ojos de fuego.  

        Ese fuego que era ella en esencia.

        Las llamas significaban pasión, amor.

        Dalila reptaba por su cabeza, siseando entre sus pensamientos. «¡Qué divertido!», decía a mitad de su imaginaria pelea. Ya tendría oportunidad de devolverle todos los problemas ocasionados muy, muy pronto.

        Fuego.

        Amor, pasión.

        Fuego.

        También era muerte y destrucción.

        Si se hubiera resistido a ella, si Menadel lo hubiera hecho con la muchacha de la que oyó a Yehuiah hablar… Habría logrado que le contara la verdad del porqué bajaron sin autorización; y aunque creía en sus palabras, tenía la certeza de que algo habían ocultado a Cahetel. Pero no lo culpaba: era callar o perder cualquier esperanza de salvación.

        —Señor, han llegado nuevas noticias.

         Mikael se acercó vehemente mientras sostenía con ambas manos un pequeño paquete envuelto en color crema.

        »¿Señor?, hay noticias —continuó mientras agitaba el sobre frente a los ojos de Miguel, pero su atención permanecía lejos de allí.  

        El principado giró el rostro para ver lo que captaba la mirada del arcángel hasta parar en el pergamino. Notó la presencia de más nombres en él y torció el gesto; era lamentable, ¡claro que sí!, pero ya estaba acostumbrado y no era tanto como para arruinarle el día.

        »Miguel —carraspeó un par de veces—. Miguel, mírame, mírame, Miguel, por favor. ¡Tenemos noticias!, escúchalas.




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