Prefacio

— ¡Corran! — nos gritó Mateo, escupiendo sangre en el piso. 

Sin dudarlo un segundo, Valentín y yo salimos del aula casi volando. Escuchamos un disparo y un grito. Inevitablemente me paré en seco con intenciones de volver al salón, pero sabía que era demasiado tarde. Con el corazón latiendo a mil por hora, mi amigo me arrastró del brazo sacándome del letargo y corrimos porque nuestras vidas dependían de ello. Todavía no nos habíamos dado cuenta de la gravedad de la situación. Ninguno era capaz de omitir palabra alguna, siempre nos mirábamos y entendíamos lo que el otro quería decir, pero hoy en sus ojos verdes sólo pude ver miedo. 

Supongo que fue el día, la hora o el instinto de supervivencia que nos pilló desprevenidos. 

Bajábamos escaleras, corriendo por la escuela vacía y preguntándonos por lo que pasaría en unos instantes, pensando en que un juego de detectives se había convertido en una bola de nieve gigante que se deslizaba montaña abajo provocando una avalancha y amenazaba con dejarnos enterrados. 

Valentín me tiró del brazo hasta el baño de la planta baja que está en la parte de atrás de la escuela. Trabamos la puerta desde adentro con dos sillas intentando hacer el menor ruido posible y nos sentamos en una esquina. Él rompió en llanto y lo abracé lo más fuerte que pude, soltando la pata de hierro de un pupitre viejo que agarré para defendernos.

¿Cómo fue que terminamos así?





 

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