Lunes 23 de marzo de 2020
El fin de semana pasó de golpe, como si los días realmente no se hubiesen detenido el viernes. Solía pensar que cuando alguien moría, la vida se paraba por un tiempo indefinido. El viernes lloré y me deshice en pedazos pero el sábado no derramé ni una lágrima, el domingo tampoco. Me quedé todo el día acostada en la cama o el sillón mirando la nada misma, sin tocar el celular ni prender la televisión. Después de haber visto lo que vi, me daba miedo hacerlo.
No quería hacerme cargo de esta situación porque era demasiado.
No quise ver a nadie. Incluso cuando Valentin se presentó en la puerta de casa para acompañarme, le dije que quería estar sola. No me insistió ni dió más vueltas, nos saludamos con un abrazo y él simplemente se fue. Me entendió.
Sin embargo, no podía estar toda la vida evadiendo la realidad. En algún momento me iba a tocar mirarla de frente otra vez. Más temprano que tarde, ese día llegó el lunes.
Fui sola al colegio. Nadie me acompañó. A medida que me acercaba a la institución, me cruzaba varias caras que me reconocían y me miraban con sorpresa —y hasta con cierto respeto— pero mi cabeza funcionaba en automático. No me detuve a pensar en lo que eso significaba. No quería darle más vueltas al asunto.
Llegué, luego de unos minutos de caminar por el centro de Castelar. El Santa María del Carmen se imponía desafiante ante el resto de los edificios que se podían encontrar a su alrededor. No lo pensé más: entré sin buscar a nadie con la mirada y con la cabeza en alto, porque además de angustia, también sentía enojo.
Apenas puse un pie dentro de la escuela, se hizo un silencio insoportable. Mi peor pesadilla se hizo realidad: literalmente toda la escuela me miraba de arriba a abajo, hablando a mis espaldas y susurrando frases que yo no llegaba (ni quería) entender. Nadie se reía ni gritaba, ni siquiera mis compañeros de curso —que días antes actuaban como si nada ante la desaparición de Irina—, que ahora estaban serios, hablando bajito en la otra punta del patio. Todos ellos también me miraron y por primera vez no se rieron ni se animaron a emitir ningún gesto o palabra hacia mí: parecieron entender de una vez por todas la gravedad de toda esta situación.
Irina había sido asesinada y el hijo del director, Matías Maltés, estaba desaparecido desde la madrugada del viernes, dos personas que ellos veían todos los días.
Subí directo al aula para estar sola. Bajando las escaleras me topé con todos los directivos del colegio yendo a la dirección. Sus caras expresaban un claro asombro y preocupación. Lo que más me llamó la atención fue notar la ausencia del director: ¿estaría allá afuera buscando a su hijo? ¿Qué tendría que ver Matías en todo esto? Demasiadas preguntas y pocas respuestas. Sólo sabía una cosa con certeza: no se esfumó así porque sí.
Al abrir la puerta del salón me lo encontré a Mateo mirando por la ventana, con una expresión seria en su rostro. Al notar la presencia de alguien, no se inmutó. Ni siquiera se dió vuelta para ver quien era. Supongo que ya sabía que era yo.
Acomodé mi mochila en una mesa y me senté a su lado, mirando la ventana.
Nos quedamos un rato en silencio. Lo que pareció media hora sólo fueron unos pocos minutos.
— Todavía no caigo — me dijo, saliendo de ese letargo en el que parecía estar — todavía sigo pensando que ella va a aparecer por esa puerta y todo va a estar bien.
— Yo tampoco caigo — contesté soltando un largo suspiro.
— No quería venir, pero si me quedaba en mi casa solo iba a ser peor — se animó a contarme.
— Igual yo.
La puerta se abrió y no me animé a mirar, pero me imaginaba quien había entrado.
Sentí una mano en mi hombro y al girar la cabeza me encontré con un Valentín tan destrozado como nunca lo había visto, con los ojos rotos del llanto y el insomnio.
Nos saludamos con un abrazo en el que quise quedarme para siempre. Luego, miró a Mateo y sin decir nada ambos se abrazaron con fuerza y tan genuinamente que no se parecían en absoluto a esos dos chicos que hacía tan sólo unos días se habían peleado a las trompadas. Miraba las cicatrices que tenían en el rostro y miraba esa imagen, abrazados a pesar de todo.
Las cosas pueden cambiar mucho de una semana para la otra, de un día para otro.
Los tres nos quedamos mirando a la ventana en silencio. Yo había evadido las redes sociales y la televisión por tres días pero ellos probablemente no. Incluso mis propios compañeros, con quienes tenía trato nulo u hostil —aquellos con los que frecuentemente peleaba— seguramente sabían cosas que yo no, gracias a las noticias. Era un momento inevitable pero quería retrasarlo lo más posible. Pensar tan sólo que Irina...
— ¿Ahora qué? — se atrevió a preguntar Mateo.
Valentín me miró esperando algún tipo de respuesta, pero yo no la tenía. No sabía qué hacer.
Mejor dicho, a este punto ya no sabía si debíamos hacer algo. En cuestión de días todo se fue al carajo.
— Sinceramente... no lo sé — respondí. Fue lo más sensato que pude decir.
— Ramiro me llamó hoy — confesó Valen, y Mateo y yo abrimos los ojos como platos.
— ¿¡Y qué te dijo!? ¿¡Por qué te llamó!? — preguntó Marbusti comenzando a enfurecerse. Ese resentimiento todavía no se iba del todo, y lo entendía. Pero eso no era motivo suficiente para culparlo.
— Me llamó llorando. Está muy mal por todo esto.
— ¿Y si está fingiendo para ver cómo reaccionamos nosotros?
— Mateo — lo reté agarrándome la cabeza con fuerza — cortala. Ya te dijimos que él no fue. No podés juzgarlo así, a él también le llegaron mensajes por el teléfono. Es imposible que haya sido él.
— Ese es el problema de ustedes — espetó enfurecido — confían en él sin tener pruebas concretas.
— ¿Eso para vos no es una prueba concreta? — lo desafió otra vez Valentín — ¿acaso te pensás que nos hubiese buscado si realmente tuvo algo que ver? Vos también lo estás acusando sin pruebas.
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una desaparicion, tres amigos, un mensaje de texto desconocido
Editado: 21.06.2021