Perdida En El Caribe

CAPITULO UNO

Desde hace algunas semanas, no tenía preocupación por llegar tarde y ebria a casa. De hecho, no tenía preocupación por llegar. Bueno, siempre y cuando eso no interfiriera con mi trabajo. Por eso, desde el momento que puse un pie dentro del club, ordené una botella de Old Forester, sabiendo que yo sola consumiría la mitad. La noche avanzó de lo más normal: nos pusimos al día, pasamos a los cócteles y recordamos épocas cómicas y vergonzosas de nuestro primer año de universidad. Siguiente ronda de tragos: conversamos de lo mucho que odiábamos cuando el barman te miraba como si supiera todo de ti solo por lo que ordenabas; a las personas que no respetaban la fila en el baño y a esos pequeños esclavos de oficina con lociones desagradables y trajes baratos que, en su tarde libre del viernes, creían que podían conquistar a cualquier mujer que se encontrara sola en la barra. También hablamos –muy brevemente– de los problemas intestinales de Ray, el novio de toda la vida de Carla. Y del nuevo esposo de la madre de Andrea ¡Así es, una mujer mayor consiguió su segundo esposo antes de que yo, a mis treinta y uno, consiguiera al primero! Y no era como que conseguir uno fuera una meta o un sueño o todo lo que quería de la vida, pero un día acepté que la idea me resultaba interesante y posible. Ilusa.

Como sea, todo iba de maravilla: nadie había sacado el tema que estaba evitando desde que llegamos, ningún tonto se nos había acercado con intenciones de flirteo, y Carla no había inventado ningún pretexto inverosímil para irse temprano. De verdad la estábamos pasando tan bien, y cuando Andy sugirió que ordenáramos otro trago, fui yo quien corrió a la barra por gin tonics para todas. Luego llegamos a ese punto donde estallábamos en carcajadas tan solo por escucharnos decir una palabra. Y no me di cuenta de cómo fue que transcurrió tan rápido el tiempo porque comencé a sentir los ojos pesados apenas quité la vista de nuestras copas vacías. Solo quería dejarme caer en cualquiera de estos sillones y despertar en mi cama. Y, por supuesto, sin una espantosa resaca.

La verdad era que extrañaba estas salidas nocturnas con mis amigas. Ir a los clubes más animados de Manhattan era lo que mejor sabíamos hacer cuando nos juntábamos. Éramos el trío perfecto: Carla, la morena sensata; Andrea, la alocada y despreocupada pelirroja; y yo, la rubia en crisis temporal. Nos distanciamos mucho después de la universidad. Una se había involucrado en las finanzas, la otra se dedicó al diseño gráfico y yo me abrí paso en el mundo de la publicidad. Pero nos reconectamos por completo cuando les presenté a la persona con quien creí que iba a casarme. Luego, ellas fueron las primeras a las que les di la gran noticia y también las primeras a las que les di la horrible noticia.

Y aunque estaba intentando disfrutar de mi soltería, conocía muy bien los límites. Mis límites. Y no solo sabía que mañana trabajaba temprano y que tenía un millón de responsabilidades, sino que pasaría todo el día en la oficina, con una insoportable resaca y las mismas preguntas que había estado escuchado en las últimas semanas: "¿Cómo estás, Meredith?" "¿Estás segura de que no quieres tomar tus vacaciones ahora?" "¿Necesitas desahogarte con alguien?" Insoportable y rutinario. Pero comenzaba a sobrellevarlo.

Y justo como si hubiese invocado mi vida laboral, un mensaje de un número que conocía muy bien apareció en la pantalla de mi teléfono. Sujeté más fuerte el dispositivo porque tenía miedo de dejarlo caer accidentalmente. Mi vista era torpe y pesada en ese momento, pero sabía que era Lara, la asistente de mi jefa. Parpadeé con fuerza dos veces y me preparé para leer lo que envió.

 

Hola, Meredith.

Lamento mucho comunicarme tan tarde, pero surgió algo.

La junta con los representantes del grupo Siempre Orgánico, que se pospuso hace un mes, se llevará a cabo mañana a las 9:00 AM.  

 

¡Maldita sea! ¿Había leído bien? Si era verdad, significaba que estaba arruinada. Mañana no llegaría a la oficina con aquellas gafas oscuras que Andrea me obsequió en mi cumpleaños para cubrir las horribles bolsas bajo los ojos. Tampoco pasaría desapercibida. En cambio, tendría que estar perfectamente despierta y preparada en la sala de juntas apenas llegara. ¡No! No ahora. Abrí los ojos bien, como si fuera a recibir un premio por eso, y lo leí en mi mente una vez más, y luego otra y otra, pero el texto jamás cambió. Así que supe que esto se terminaba ahora. Antes de que pudiera volver a maldecir, llegó otro mensaje:

 

Lo siento, soy Lara Hayes, la asistente de la señora Fisher.

Que tengas una excelente noche.

 

De acuerdo, primero debía mantener la calma. El pánico y la desesperación no iban a ayudar en lo absoluto. Tomé aire un segundo y pensé cual sería mi siguiente movimiento. Yo no había venido en auto, tampoco ellas. Siempre pedíamos un taxi: lo usual. Entonces no pude evitar recordar una de mis últimas conversaciones con Jordan. "Deberías contratar un chofer" gruñó después de dejar una aburrida cena familiar para recogerme en el aeropuerto una tarde con lluvia torrencial y sin ningún maldito taxi a la vista. Y digo “aburrida” porque fue él quien dijo que escuchar la voz de la suegra de su hermano por más de dos minutos era la tortura más aburrida del mundo. Admito que algunas veces abusaba de su generosidad y de su gasolina pidiéndole pequeños favores como recoger la cena de aquel restaurante japonés muy lejano a su trabajo, llevarme al centro comercial sin planificarlo antes, pedirle que llevara a Andrea a su casa cuando quedaba inconscientemente ebria después de reunirnos o pedirle que fuera a buscarme cuando era yo la que acababa inconscientemente ebria. Sí, quizás era demasiado a veces, pero ¿no se suponía que debíamos estar siempre el uno para el otro?



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En el texto hay: romance, compromiso, crucero

Editado: 19.08.2022

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