Perdón por las mariposas

Capítulo 1

 

Bianca

 

Me despertaron como siempre sus gritos.

Llegaba de trabajar y podía apostar lo que fuera a que otra vez se había pasado de copas.

Maldita borracha. –pensé mientras manoteaba una camiseta sin mangas del suelo, un short sobre las medias can can de lycra que usaba cuando refrescaba por las mañanas aunque estuvieran llenas de agujeros, mis zapatillas adidas y mis collares de cadenitas. Me batí el cabello frente al espejo mientras me ponía el cepillo de dientes en la boca y me delineé los ojos de negro de manera despreocupada. Esta mierda se desparramaba a los diez minutos, así que me daba igual.

Pasé una última vez por mi habitación para recoger mi mochila, y bajé corriendo para entrar a Amalia.

―Yo te digo que los del lado se están robando otra vez nuestras revistas. –balbuceó cuando me vio aparecer. ―¿A dónde te pensás que vas a esta hora?

―A la escuela, Amalia. – dije poniendo los ojos en blanco. ―Son las ocho de la mañana.

―¿Cómo que Amalia? Decime mamá como cualquier otra hija normal. –se quejó tropezando con sus pasos antes de que pudiera sujetarla.

―Cuando vos seas una madre normal, hablamos. –contesté entre dientes, sujetándola de la cintura para que entrara en casa sin matarse. Rogaba que a nadie se le diera por salir en ese momento y nos viera, porque ya estaba cansada de que nos miraran con lástima.

―Perdón Bianquita, tenés razón. Soy la peor madre del mundo. –dijo antes de sorber por la nariz y empezar a sollozar.

Genial. Lo que me faltaba.

Justo cuando Amalia maldecía entre llantos repitiendo que era un puto desastre, la puerta de la casa vecina se abrió. Mierda.

Un hombre alto, elegante y vistiendo un traje que debía valer lo mismo que nuestro auto, salió con un maletín y nos dedicó una mirada curiosa y algo fría.

A su lado, una mujer con el cabello impecable, aros de perlas, un vestido de marca y una perfecta manicuría, nos sonrió con simpatía.

―Buenos días, vecinas. –dijo acercándose y yo quise desaparecer. Pellizqué a Amalia para que le devolviera el saludo y yo me esforcé al máximo por al menos hacer un gesto parecido a una sonrisa. ―Acabamos de mudarnos, soy María Elsa Balcarce, pero pueden decirme Nacha. –explicó cordial. ―Él es mi esposo Oscar Balcarce – señaló y al señor no le quedó otra que asentir. ―Y el que está por salir es mi hijo, Thiago Balcarce.

―Un gusto, soy Amalia Acosta y esta es mi hija Bianca Acosta. –contestó mientras yo la sujetaba con fuerza para que no se tambaleara. ―Qué preciosidad esos zapatos... −señaló. ―Aunque con el barro que se junta después de cada lluvia en esta cuadra, se le van a arruinar en nada. –agregó soltando una risa escandalosa que terminó en un hipo.

Podría jurar que el padre de familia, Oscar, nos estaba haciendo una radiografía con sus penetrantes ojos negros. La madre, sin embargo, no parecía percatarse del estado lamentable de Amalia. O simplemente era demasiado educada como para hacer algún comentario.

―Muchas gracias. –respondió. ―Sí, totalmente. No fue la decisión más acertada. Después me los voy a cambiar. –me miró por un instante y sonrió con ganas. ―Bianca, tenés unos ojos increíbles. ¿Verdes?

Asentí reprimiendo las ganas de ponerlos en blanco. A mí no me gustaban nada. Me los maquillaba a diario para volverlos más interesantes, porque pensaba que me hacían ver más joven.

―Son impresionantes. –admiró. ―Te lo deben decir siempre, me imagino. Debes pensar que soy una pesada, mi hijo me lo dice siempre. –hizo un gesto con la mano y se rio. ―Y hablando de Roma, acá está él. –la señora se giró para mirar al chico que acababa de salir. ―Thiago, vení por favor a saludar a las vecinas.

―Hola, mucho gusto. –saludó este con una sonrisa blanquísima y los ojos más azules que había visto en mi vida. Hoy no llevaba puesta una camiseta de fútbol, si no una camisa color pastel arremangada hasta los codos que parecía de buena marca y unos jeans de última moda. Estaba prolijamente peinado, y aunque tenía que aceptar que se veía muy bien, era el típico chico del que mi grupo de amigos se reiría por horas.

Se lo veía tan alegre... tan educado... tan perfecto que daban ganas de yo no sé. Despeinarlo un poco.

―Pero qué chico más guapo y correcto. –dijo Amalia y se adelantó unos pasos para sacudir la mano que Thiago le ofrecía. ―Esta es la clase de gente con la que tenes que juntarte, Bianca. No esos delincuentes de la plaza.

Claro. Como si ella tuviera la más mínima idea de con quién me juntaba, qué hacía o dónde iba. Quería reírme en su cara, pero supuse que no era buen momento.




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