Las calles apenas transitadas por el día se convertían en un desfiladero de autos, en su mayoría con vidrios polarizados, que reducían la velocidad toda vez que en una esquina se topaban con la mujer de sus sueños espurios y se debatían, en una décima de segundo, si debían ceder ante sus fantasías o bien, lo mejor era conformarse con un vistazo lejano que permitiera mantener el deseo un tiempo más.
Como era de esperarse, sobre todo para aquellos vitalicios que no dejaban pasar un día o, al menos, estaban al tanto de todo lo que ocurría en el ámbito nocturno, la noticia de una extranjera engalanando la acera despertó la curiosidad y el anhelo cuasi criminal de quienes estaban ávidos de probar cosas nuevas. Lo que nunca hubieran imaginado era que les sería tan difícil concertar una cita, un momento a solas, un encuentro afiebrado. Nada parecía convencerla; de hecho se mostraba reticente, inmutable e insolente ante los pedidos, y en ocasiones súplicas, de sus potenciales clientes. Ni dinero, ni halagos baratos, ni siquiera las ocurrencias más disparatadas que hubiera oído jamás eran suficientes para arrancarle una sonrisa y emprender el largo y oscuro sendero hacia la consumación del amor rentado.
¿Qué estaba haciendo? Ante la mirada perpleja de sus compañeras de staff que meneaban la cabeza toda vez que la veían danzando en soledad, como si renegara de lo que había escogido; solo atinaba a caminar en círculos, revoleando su cartera, mascando chicle y sonriéndole al destino como si se tratara de una batalla interna que de momento venía llevando bastante bien.
—Óyeme tú —dijo el cafisho con cara de pocos amigos tras abandonar la comodidad de su minivan blanca para tener una conversación cara a cara con su nueva adquisición—. ¿Qué demonios crees que haces? —gritó mientras la zamarreaba del brazo y la conducía a un callejón oscuro.
—No sé a qué te refieres.
—¿Te haces llamar Lola, verdad?
—Eso dije, sí
—Estoy observándote estúpida; ya coqueteaste con al menos siete clientes potenciales y todos se marcharon sin contratar el servicio. ¿Cómo diablos vas a pagarme si no trabajas? —preguntó acorralándola contra una pared—. Las calles no son tuyas, ni siquiera son mías, tienen dueños muy peligrosos y no les gusta que jueguen con su dinero.
—Es que no me gustaban, todos me parecieron desagradables —se excusó cabizbaja.
—A la niña le parecieron desagradables los clientes —susurró mordaz—. Si lo que querías era acostarte con un galán de telenovela viniste al lugar equivocado.
—En realidad, no lo tomes a mal, pero decidí ser mi propia jefa; no quiero recibir órdenes de un bueno para nada.
—¿Estás burlándote de mí, cierto? —preguntó dejando escapar una tibia sonrisa—. ¿Crees que puedes venir a mis dominios, a mi barrio, a faltarme el respeto y salir impune?
—De hecho, ahora que lo mencionas, estoy buscando un empleado temporal y tú cumples todos los requisitos.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó cerrando sus puños, a punto de arremeter con furia.
—Dije que esta noche tú serás mi zorra —respondió apuntándolo con una 9mm directo al abdomen, dejando al destino con la boca abierta.
—Tranquila, no hagas una locura de la que puedas arrepentirte —imploró retrocediendo con lentitud—. No sé quién eres o por qué estás haciendo esta movida, pero te aviso que es una mala idea.
—No te preocupes por mí, sé cuidarme sola.
—¿Tienes noción de quién gobierna estas calles? Estás metiéndote en la boca del lobo, jugando un juego que no puedes ganar.
—Quiero que me lleves con tu jefa.
Fue lo último que dijo Stephanie antes de apretar el gatillo, aprovechando el bullicio de las sirenas de una ambulancia y el sinfín de bocinazos que aplacaron las consecuencias de semejante osadía.
—¡Maldita ramera! —gritó mientras se tomaba el brazo ensangrentado y caía pesadamente sobre sus rodillas.
—Solo es superficial, no va a matarte —dijo sin poder evitar una carcajada.
—¿Quién eres?
—La que pondrá una bala en tu frente sino me llevas con la dueña del circo.
—Me haces reír —farfulló el matón poniéndose de pie con dificultad—. Ella nunca frecuenta las calles.
—¿A quién le entregas la recaudación de las chicas?
—Una camioneta negra viene todas las mañanas, después de las seis; les entrego un bolso negro y eso es todo —respondió con muecas inenarrables de dolor.
—Perfecto —susurró—. Cuando el recaudador venga, harás lo que siempre haces y colocarás un chip rastreador en el interior del bolso.
—¿Y si me niego?
—Te perforo el cráneo en este instante y buscaré otro descerebrado más inteligente que sí lo haga.
A la hora señalada, a cobijo de las persianas bajas de los negocios diurnos, el vehículo encargado de recolectar las ganancias del amor corrompido estacionaba a la espera de la recompensa mal habida.