Género: LGBTQ
Su labial carmesí se hallaba corrido luego de la estruendosa bofetada que le había propinado su madre. Tanta fuerza había provocado que su rostro se ladeara, y que así quedase, porque no tuvo la audacia de volver a mirarla, no podría soportar la incredulidad y la furia cada vez creciente en su progenitora, la cual sabía que pronto utilizaría su lengua como látigo para castigarla con las palabras más crueles que se le pudiesen cruzar por la mente en ese momento de tensión.
De todas maneras, comprendió la reacción. Cómo no golpearla después de la dramática declaración que le acababa de hacer a la mujer que le dio la vida, la que la vio en pañales y, posteriormente, madurando hacia la joven mujer que era hoy. Sin embargo, el lugar donde estaban era todo menos apropiado para aquella confrontación. Un restaurante muy elegante con costosa comida decorativa y un ambiente tan refinado que a Lucille solo le daban ganas de salir a tomar aire puro, limpio de tanta etiqueta y falsa clase. Pero, ¿qué podía hacer? Aquel era la elección favorita de Ella para cualquier ocasión y ella, Lucille, tan ingenua al fin, creyó que la música clásica, los platillos gourmet y el excelente servicio aplacarían un poco la reacción de su madre luego de soltarle la cubeta de agua fría, con hielos incluidos, justo en la cabeza; razón por la cual la había citado allí en aquella adorable tarde de otoño.
—¿Acaso estás fuera de tus cabales, muchachita? —cuestionó su madre con los dientes apretados, observando a su alrededor, dándose cuenta enseguida de los murmullos y miradas curiosas que le lanzaban las otras mesas—, ¿qué es eso de que estás pensando en...?
—Madre, no hay necesidad de repetirlo. —Lucille soltó un suspiro y puso sus manos juntas sobre el blanco mantel que cubría su mesa—. Simplemente es una decisión que tomé, ¿me escuchaste? De-ci-sión. Mía.
A medida que decía cada sílaba, Ella, decepcionada y con un poco de temor en la mirada, negaba con la cabeza.
—¿Qué diría tu padre?
Lucille calló. No tenía que responder con palabras. Sabía perfectamente lo que su padre hubiera dicho –y hecho– de estar presente. Pero él no estaba allí y la memoria de su fallecido progenitor no tenía por qué ser un impedimento para su nueva resolución.
—¿Y qué piensas hacer? Sabes muy bien que no puedes tocar un centavo de tu herencia a menos que cumplas con el deseo de tu padre de casarte y tener, al menos, un hijo. Ni tú ni yo podemos cambiar eso.
—Sabemos que eso no es verdad —contradijo, segura. Miró sus ojos con determinación, logrando que su madre desviara la mirada—. Tú tienes potestad sobre eso, que no quieras hacer nada es algo totalmente distinto.
—Yo no soy quién para cambiar la sentencia de Oscar. ¡Entiéndelo de una vez por todas!
—¿Entonces debo contentarme con una vida nefasta por un matrimonio infeliz? ¿En verdad eso es lo que deseas para mí? —Sintió su garganta apretada a medida que enunciaba la frase y su corazón agrietarse ante la idea de una subsistencia arreglada.
Ella carraspeó, al percibir las esquinas de sus ojos húmedas y forzó una sonrisa —como tantas otras veces—, tomó la mano de su hija y habló: —Te prometo que a la larga verás todo desde otro cristal.
—Eso no me hará feliz —soltó con amargura, desasiéndose de la mano materna—, nunca lo ha hará. —Suspiró pesadamente cuando su respiración comenzó a agitarse, luego, continuó.
» Toda mi vida he vivido pendiente a cumplir las expectativas que todo el mundo se hace de mí. La hija perfecta y educada que nunca refuta a sus padres, estudiante de excelencia y, más que cualquier otra cosa, he salido con cada hombre que se postrado en la puerta de nuestra casa solo para darles el gusto. Y me cansé, madre. Estoy desgastada y cada día que pasa la certeza de que no estoy soy yo me carcome en silencio. Esta vez quiero hacer algo por mí. Por favor, déjame hacer algo para mí.
Las lágrimas corrían como gotas de lluvia contra una ventana empañada por las mejillas de Lucille. Aquel agrio sentimiento que había mantenido encerrado por tanto tiempo finalmente había salido a la luz y de repente sintió su aura más ligera, sus hombros descansaron de llevar tanta carga por años.
—Pero sabes que no es correcto lo que quieres hacer—murmuró, rogando en su mente que Lucille entrara en razón. No quería perder a su única niña.
—¿Quién dice que no lo es? —arguyó con una sonrisa burlona—, ¿la ciencia, la religión, la sociedad? A mí no me importa lo que digan, madre, ni siquiera lo que digas tú, mucho menos lo que dijera mi padre si aún viviese. Es mi vida, es mi decisión.
Ella quedó estoica luego de aquella tenaz declaración de parte de la persona frente a ella. Ya no podía llamarla hija.
Se irguió en su asiento y permaneció unos minutos en silencio, pensando en lo que diría a continuación.
—Te daré el dinero —susurró, con voz trémula—, pero, desde hoy, te alejarás de mi familia, no contactarás a ninguno de nosotros y te irás lo más lejos posible de aquí. Desde este momento, Lucille murió. ¿Me has escuchado?
Lucille contuvo las lágrimas, mientras asentía silenciosamente. Su madre no la miró a los ojos cuando se levantó y caminó con arrojo hacia la puerta del restaurante. Sorbió por la nariz, se secó las mejillas húmedas y levantó la mirada, enarbolada.
Su madre tenía razón: Lucille ya no vivía. Pero había nacido Will.
Finalmente seré yo, rió con júbilo.