Género: Chik-Lit.
Suspiró con pesadumbre mientras revolvía su espumoso café con leche de almendras. Estaba bastante cansada gracias a la jornada del día anterior; al contrario de lo que creían muchas personas, ser cuidadora en un parvulario no era tan simple. Correr detrás de niños de dos años quemaba más calorías que estar en una caminadora por veinte minutos.
Aun así, Camila adoraba su empleo. Poder relacionarse con pequeños y ver sus reacciones al mundo exterior era un sentimiento que la hacía sentir dichosa, puesto que ella algún día soñó con poder ser la madre de uno de esos chiquillos de manos inquietas y mente curiosa. Mas, aquella esperanza murió el mismo día que le informaron que Felipe, su prometido y amor de vida, había sufrido un accidente por culpa del coche de un conductor en estado de ebriedad y que había fallecido de camino al hospital.
El mundo se derrumbó bajo sus pies, su corazón se hizo añicos y, de la nada, ella se encontraba cayendo en un foso interminable. Todos los planes y sueños que tenía junto a su futuro esposo se desmoronaron al lado de ella en aquel sillón donde estaba acostada, cuando la llamaron para contarle la mala noticia.
Y luego se vio odiando a todos: al conductor ebrio, a su novio por dejarla e incluso a ella misma. Pasó tardes enteras echada en la cama, buscando maneras de culparse por su muerte, deseando que volviera o, incluso, preguntándole a Dios por qué no se llevó al chófer imprudente en vez de a él.
Sin embargo, en uno de esos atardeceres, cuando el sol ya estaba casi metido, una ráfaga de viento abrió su ventana con violencia. Asustada, se acercó a cerrarla con pestillo, cuando percibió un aroma familiar abrazar sus fosas nasales y una caricia tierna, casi imperceptible, en la mejilla.
Felipe. El fantasma de su prometido.
Después de ese día, no volvió a llorar más la muerte de su novio y se dedicó a hacer otras cosas, cosas que la llenaran, como ir a clases de cocina, pintar, viajar, amar nuevamente. No quería desperdiciar lo que le quedaba de vida pensando en lo pudo haber sido. Observó su reloj de pared. Aún tenía tiempo.
Ese mismo verano se enfrascó en una aventura ella sola, viajando por distintas ciudades y villas de su país, conociendo gente y las costumbres que en cada una había, cosas de las que ni siquiera ella tenía idea. Su mente se expandió, fue como si un cable se conectase al enchufe de su alma. Se sentía sempiterna.
El hielo que surcaba su corazón comenzó a hacerse agua. Y podía notarse gracias a la luz que comenzaba a apoderarse de su mirada.
Era feliz.
Un año después de sus andanzas, regresó a su viejo apartamento y comenzó a trabajar en el jardín de niños de su pueblo, decidida a brindar afectuosidad.
La enfermedad que la consumía tiempo atrás se había desvanecido. Desde aquel momento, todas sus tardes tenían sabor a almendras.
Felipe estaba con ella.