Petit Poupée

Capítulo dos

 

—¿Quieres bailar conmigo?... estoy cansado de bailar solo.

¿Por qué aquella pregunta casi susurrada a mis espaldas era el primer recuerdo que me venia a la mente al recordar esa noche?

Había hecho muchas cosas, había estado investigando un poco, quitando sabanas polvorientas de los muebles y abriendo puertas cerradas hacía ya tanto tiempo. El moho lo cubría todo, el olor a humedad y a encierro llenaba el aire. Era tarde y yo aun seguia abriendo cajas y revisando cajoneras. Ni siquiera me había detenido para probar un bocado; tenía un hambre que no podía saciarse con ninguna clase de alimentos, hambre de conocer y de  entender. Pronto la vería colmada totalmente.

Debí temer, debí huir ¡maldita sea, debí correr!... pero elegí no hacerlo. Cuando te oí por primera vez solo me giré aun sabiendo que en ese pequeño pueblo perdido en la nada, en esa decrepita casa borrada del mapa, a esa hora de la madrugada, con ambas puertas cerradas con llave, no podía deambular nadie más que yo, no podía haber nadie detrás de mi más que mi sombra, y sin embargo, ahí estabas.

Cuando uní en mi mente tu pregunta a tu aspecto las lineas se desencontraron. Tu voz, aunque suave, era masculina, dijiste "estar cansado" pero ahí frente a mi solo pude ver a una jovencita, a una bella mujer vestida como una bailarina clásica.

Nunca vi antes una mirada mas triste que la tuya, petit poupée, nunca.

  —¿Quién eres? —volviste a preguntar— ¿Has visto a mi madre?... se fue y no volvió más.

Lo último lo murmuraste al mismo tiempo que tu mirada vagaba por la casa; perdida, desorientada.

Tragué saliva y busqué el coraje con el que había llegado hasta aquí, pero debo reconocer que encontrarlo me costó un poco.

  —Soy Dorian —te contesté. Me temblaba la voz—Tú... ¿tú quién eres?

Al oír mi pregunta volviste tu atención a mi. Tus ojos color chocolate se fijaron en los míos.

—Yo no tengo un nombre, mi madre me lo quitó.

Tu respuesta fue extraña, pero ¿a está altura qué no lo era?

Avancé un paso hacia ti. O esa seria la distancia en una medida normal, dar ese paso me llevo tanto esfuerzo y sudor como lo fue aquella maratón de 42 kilómetros en la que participé una vez. No retrocediste, ni bajaste la mirada, solo te mantuviste allí, en el primer escalón de la escalera, los metros que nos separaban serían seguramente los que separan la vida de la muerte, la razón de la locura...el ser un hombre más a solo un número: el once.

  —¿Cómo es eso posible? —insistí—Todo hombre y mujer que nace en este mundo olvidado por Dios tiene un nombre. No puedes circular por allí sin uno...es inaceptable.

Frunciste el ceño y ladeaste la cabeza. Parecías por fin estar mirándome a mi y no a través mío.

—Era Andrew. La obligaron a darme uno, aunque ella no quería—me contaste bajando la voz como si estuvieras compartiéndome un secreto, y temieras quien lo oyera—Los hombres usan su fuerza para subyugar a quien no la tiene, con sus manos sujetan sin clemencia, con su boca besan sin permiso, con su sexo rompen y deshonran. Ella no quería que el nacido de su vientre lo fuera, pero yo la traicione. Por eso me quito el nombre...si supiera que te lo dije...

Y terminaste tu relato en un suspiro largo y pesado.

¿Qué clase de mujer plantaría pensamientos tan horrorosos en la mente de su propio hijo? solo una mentalmente perturbada.

Las hipótesis se desarrollaban en mi cabeza a una velocidad alarmante. Quería acomodar las ideas en mi cabeza, subir a una de las habitaciones y repasar mis notas sobre los ocupantes de la casa y sobre los casos de asesinato, pero antes debía fortalecer nuestra recién iniciada amistad.

—Si no... si no te molesta, yo puedo darte un nombre—tanteé observando tu reacción. Frunciste el ceño —No lo se, alguno que vaya con tu singular apariencia, o que se yo, alguno que te guste.

Si, le estaba poniendo nombres a los fantasmas muñequita...mi locura se disparó contigo.

—¿Para qué?—preguntaste y pude ver en tus ojos un destello que no me gustó nada. Como si detrás de tus pupilas hubiera un fuego esperando a convertirse en hoguera.

Buena pregunta. Titubeé. Traté de pensar en una respuesta rápida. Ya podía imaginarme tu furia crecer hasta descontrolarse y volcarse sobre mi. Recordé por un momento fugaz las horrorosas muertes de los idiotas que me precedieron. Seria el once, no había nada que hacer.

Y luego reparé en tu vestido. Tu tutu negro, tieso y algo deshilachado. Tus zapatillas de ballet y tu cabello recogido en un rodete tenso. Tus larguísimas piernas enfundadas en medias translucidas, corridas en varias partes.

—Para bailar contigo—arriesgué. Rogué como lo haría un jugador al tirar el dado en la apuesta final, en la de todo o nada. O me hacías pedazos o me dejabas ir. No he sido afortunado en el amor, así que...

Sonreiste. Una sonrisa deslumbrante que te hacia ver aun más bello. Me dejaste sin palabras, mi amor, caí tan fácil como un castillo de cartas que se enfrenta a una brisa ligera.



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En el texto hay: romance paranormal, historia corta, lgbt

Editado: 26.12.2018

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