Los carromatos traqueteaban alegremente por el bosque, haciendo que las bolsas y cajas de su interior, a rebosar de mercancías y provisiones se convirtieran en versiones tonales de las maracas, sonando al son de los valles del camino, en dirección a Numantine, ciudad del reino de Valarys, con intención de aprovechar el aumento de flujo de viajeros que había siempre al principio de despertar, la estación cálida, y luego proseguir hacia el norte, en dirección a tierras más frías.
La Ruta de la Raíz, la de las Especias, la del Acero… Los mercaderes iban y venían recorriendo el continente por todas partes, intercambiando no solo objetos, sino también cultura, ofreciendo una forma agradable y segura de viajar para todos aquellos que desearan moverse, desde aventureros hasta juglares.
En aquel caso, eran Leon y Chanty los que se habían decidido por aprovechar la caravana que pasaba cerca de Lorecia, hacia Monte Tavros, más allá de Valarys. Por una parte, las familias de la caravana aportaban un medio de transporte cómodo y una compañía segura para el viaje, ahorrándoles días y días de caminatas, y por el otro, los dos luchadores les proporcionaban historias que contar, y la seguridad de que si atacaban los bandidos tenían alguien que les protegería.
Y, además, como extra sin coste, Chanty había resultado ser – a fuerza de práctica, tras cuidar a varias generaciones de la familia de Leon – una niñera realmente competente, tanto es así que los niños habían pasado a viajar todos en el último vagón, acompañando a Leon en su clase de tiro con arco.
– Muy bien… – Le explicaba la elfa. – Ahora ya sabes cuales son tu mano y ojo dominante, te sabes defender a la hora de disparar una flecha sin golpearte a ti mismo… Vamos a ver qué tal lo haces con objetivos en movimiento.
– Pero, ¿Aquí? – Preguntó él, incrédulo, con un arco relativamente viejo y destartalado, viendo cómo los árboles pasaban ante sí. – ¿No deberíamos esperar a detenernos?
– Bueno, si nos detenemos, entonces todo dejaría de ser un blanco en movimiento, ¿no crees? – Replicó la elfa, con una sonrisa burlona que hizo que Leon dudara de si se estaba riendo de él.
No había manera, pensó. Cuando salieron de Lorecia, en pos del mago oscuro, quedaron en que, si de verdad querían tener alguna posibilidad contra él, deberían mejorar sus habilidades. Leon, como soldado, sólo tenía entrenamiento con espada, siendo incapaz de actuar a distancia, y el nuevo objetivo de Chanty era transmitirle el antiguo saber de la arquería élfica… algo que estaba resultando más complicado de lo que parecía.
Leon disparó, de todas formas, y la flecha salió volando en dirección a un árbol, pero apenas lo rozó y se perdió en la espesura. – Bien, genial… – Dijo, haciendo una mueca. – Soy un inútil con el arco. Y, además, hemos perdido una flecha.
– Todos necesitamos aprender, no te apures. Lo conseguirás. – Dijo Chanty.
– Pues yo lo conseguí cuando tenía cinco años… – Añadió un niño, José, que no tendría más de diez. – Tiré una piedra y derribé al pájaro que mi papá quería cazar a diez pasos… ¡Ni siquiera le dio tiempo a volar!
– Vaya, ¿Desde tan pequeño ayudabas a tu padre a cazar? – Respondió ella, divertida. – Eso está muy bien.
Al ver que ella le felicitaba, el resto de chicos también aportó sus propias hazañas de puntería, para deleite de Chanty, a la que aquella algarabía de chicos discutiendo por el camino le recordaba a su infancia, hace tanto tiempo atrás.
– Respecto a la flecha, no te preocupes, Leon. – Dijo una vocecita, precedida por un zumbido. – Ya me apetecía estirar las alas.
Driine se presentó ante ellos, con la flecha en la mano, revoloteando alrededor del carro. Como siempre, los chicos quedaron fascinados con ella, y el hada, halagada, revoloteó a su alrededor, arrancando exclamaciones de asombro.
– ¡Eh, mi padre dice que con el polvo de hada se puede hacer una medicina que vale diez mil monedas de oro el gramo! – Dijo uno, y acto seguido, las miradas de todos pasaron de la fascinación a la avaricia, y sus manos la buscaron, haciendo que el hada, por fastidio y por precaución, se escabullera entre sus dedos, volviendo a la parte de los caballos donde disfrutaba fastidiándolos como si de una mosca se tratase.
Cuando se fue, los niños se echaron a reír, Leon incluido. – ¿Ves? – Le dijo el que había dicho lo de la medicina. – ¡Aquí nadie está por encima de nadie! ¡Todos están por debajo de nosotros! ¡Somos los que decimos cuándo se pone en marcha la caravana, y si decimos que se para, se para y ya está!
En aquel momento, la caravana se detuvo, con una sacudida, haciendo que él se tropezase. Los niños se echaron a reír, pero Chanty le lanzó una mirada a Leon que salió del carromato.
Habían dejado atrás el bosque, y se habían adentrado en la zona libre de árboles que rodeaba a una empalizada, una muralla hecha de troncos altos y gruesos, sólidos y con marcas de espadazos reparadas hace tiempo. La muralla de una ciudad.
– Numantine. – Le presentó el cochero, un hombre de piel curtida y patillas pobladas, con una mueca. – Espero que te guste lo que ves, porque parece que no podremos acercarnos más.
Estaba en lo cierto: Las puertas de la ciudad estaban cerradas, y ante ellas se encontraba todo un mercado en carros, además de, al menos, una treintena de familias, aporreando la puerta y pidiendo que les abrieran.
– Hace dos noches, algo mató a todas mis vacas. – Murmuró un granjero, cuando le preguntó qué hacía allí. – Ayer estaban en pie de nuevo, y no confío en poder mantener a mi familia a salvo otra noche.
Al escuchar lo que decía la gente, se dio cuenta de que pedían lo mismo. Todos pedían asilo de la oscuridad, todos habían sentido ojos acechando en la noche. Querían protección, pero, por alguna razón, la ciudad que debía darles cobijo y proporcionarles un sustento se lo negaba.
Editado: 14.05.2020