—¡Aquí no hay nadie! —gritó un oficial luego de revisar el pequeño establo que se erguía detrás de la casa.
—Les recuerdo que es una mujer muy peligrosa y que está en franca rebelión contra nuestro bien amado emperador —dijo Tito por enésima vez.
—¿Pero qué crímenes ha cometido? —preguntó Fausta todavía sin poder desprenderse del temor que la apabullaba
—Eso no le concierne a dos viejos miserables como ustedes —farfulló Corvus desatando un vendaval de risas de los soldados que en fila india abandonaban la modesta vivienda.
El peligro parecía haber pasado. Pese a inspeccionar cada rincón de aquella vieja casa en medio de la nada, no hallaron rastro alguno de Ania ni de su hija. El destino parecía sonreírles o, al menos, enseñarles una pequeña mueca disfrazada de complacencia que venía a recordarles que todavía existía esperanza, que mientras alguien estuviera dispuesto a sobreponerse y enfrentarse férreamente a las injurias esgrimidas, siempre encontraría ayuda, incluso en los lugares más remotos y olvidados del imperio.
—Temía tanto que las encontraran —gritó Fausta mientras se abalanzaba sobre Ania y su pequeña que asomaban su presencia en la sala.
—Yo también lo temía —susurró el anciano—, de haber ocurrido estaríamos crucificados en este momento —ironizó pretendiendo ocultar su incipiente encariñamiento con las fugitivas.
—Siempre supe que esa bodega bajo la habitación era una buena idea —dijo Fausta mientras macía a la pequeña Caterina.
—Yo también lo creía; aunque debo admitir que pensaba que era para mantener frescos los alimentos y el vino —soltó el viejo desatando una carcajada sincera, que servía además, para soltar el nerviosismo y el temor que aún perduraba en sus mentes y en sus cuerpos.
—Nunca voy a poder agradecerles toda la ayuda que me han brindado —dijo Ania dejando caer unas lágrimas de sus ojos.
—No nos debes nada, nos reconforta ayudarte querida —dijo Fausta regalándole una sonrisa.
—Es muy peligroso, estuvo demasiado cerca esta vez, no puedo permitir que arriesguen sus vidas más de lo que ya lo han hecho.
—Somos dos ancianos muchacha…
—Eso no importa, se tienen el uno al otro —retrucó vehemente—, no hay nada más en este mundo que el amor de los seres queridos. Créanme, yo tuve que perderlo todo para recordarlo.
—¿No vas a decirnos quien eres, verdad? —preguntó la mujer con algo de resignación.
—Ya se los dije, mi nombre es Ania; Ania Drusila Julia —respondió dejando a los viejos estupefactos por un momento y al siguiente, casi de modo automático, ensayaron una reverencia.
—¡Por favor incorpórense! —les ordenó. No deben rendirme pleitesía; más bien soy yo la que debiera hincarme en su presencia.
—Señora, de haber sabido que era usted…
—Ese es el gesto que realmente vale —lo interrumpió—, ayudar a alguien no por su abolengo sino simplemente porque necesita ayuda.
—¿Y Marco? —preguntó—. ¿Qué hace su esposo mientras a usted la ultrajan de semejante manera?
—Marco no sabe nada —respondió con verdadera congoja—. Está rumbo a África para recuperar nuestras antiguas provincias.
—Ya lo veo —susurró—. ¿Pero a qué se debe esta cacería?
—No estoy muy segura —respondió abriendo sus brazos y meneando la cabeza, riendo para no llorar—. En un momento estaba en mi propiedad, atravesando un día cualquiera, respirando el aire viciado de la rutina, y al siguiente estaba siendo acusada de traición contra el imperio.
—¿Cómo es eso posible?
—Soy la última del linaje de Anastasio I —sentenció.
—Pero aquella revuelta terminó con Nika —vociferó el viejo.
—Sospecho que el emperador quiere algo más que asegurarse el trono —susurró Fausta—, me temo que codicia las tierras y las posesiones de la aristocracia.
—Bueno, intuyo que mis tierras ya no me pertenecen —agregó soltando una sonrisa irónica.
—Entonces con más razón debes quedarte aquí, al menos hasta que tu esposo regrese y pueda hacerse cargo de la situación —insistía en al anciano pretendiendo torcer una decisión tomada.