Lucrecia
Los caballos de pelajes oscuros y pardos pudieron vislumbrarse a través de la estela blanca de nieve que creaba la ventisca. Pude observar las negras capas de los hombres ondearse como banderas salvajes debido al crudo viento. Y, al detallar la escena mejor, pude verla a ella: muerta en vida. Melania se encontraba tapada con mil telas oscuras cubiertas por fragmentos de nieve blanca y a lomos de un caballo colosal. Este, a su vez, era llevado por un soldado cuyo rostro mostraba la misma delicadeza que un hacha partiendo leña. Cuando la bajaron del corcel lo primero que hice fue poner mis manos en sus mejillas, comprobando que transmitían la misma sensación que la caricia de un témpano de hielo. Le despojé de la primera capa de ropa que vestía y, solo entonces, contemplé la atrocidad: unas sogas se encontraban estrangulando tan fuerte su cuerpo que sus músculos temblaban del agotamiento. Me quedé petrificada y mi mirada cayó duramente contra mi padre. Contemplé entre la espesura de su barba arañazos hechos con furia y desesperación. ¿Qué ha ocurrido? Me cuestioné.
—¡Qué diablos es esto! Guillermo, ¡qué le has hecho! —grité con gran cólera e intenté desatar los nudos en vano.
Estos estaban atados con tanta fuerza que mis frágiles dedos no podían mover los tejidos. Un soldado acabó ayudándome y cuando las sogas cayeron al suelo de manera estruendosa, coloqué mi capa sobre los hombros de Melania y le abracé con la delicadeza y dulzura propia de una madre. Contemplé la neutralidad en el rostro de mi padre, actitud que amargó cada poro de mi existencia.
—¡Diantres! ¡Cómo puedes hacer tal barbarie a tu primogénita y quedar tan indiferente! —cuestioné aún furiosa, pero mi padre no se dignó ni a mirarme. Sus hombres, en cambio, no parecían contener los mismos sentimientos que este, ya que muchos agachaban la cabeza o miraban a los lados. Solo unos pocos valientes se atrevían a mirarme.
Al entrar en palacio, Guillermo se despojó de su capa vieja y uno de los sirvientes le ayudó a ponerse otra limpia. Caminó por el pasillo y miró alrededor con una mirada fríamente digna del rey de Kälte. Mientras, el silencio era acuchillante y embarazoso. Fue tal su magnitud que se podían percibir las respiraciones de todos los presentes. Sin embargo nada ni nadie interrumpió en ningún momento la mirada asesina que tenía clavada en la nuca del rey.
—Por todos los reinos, ¿por qué hace más frío aquí dentro que fuera? ¡Encended todas las lumbres!
—Mi señor… Las chimeneas se apagan rápido y la leña empieza a escasear —pronunció una de las criadas agachando la cabeza ante su rey—. Muchos han caído enfermos y toda la servidumbre está demasiado exhausta para ir a los bosques a talar.
Mi padre no cuestionó nada más y su silencio dijo más que mil palabras. Estábamos completamente arruinados. Kälte estaba dando sus últimas bocanadas de aire y acariciando la inexistencia con la yema de los dedos.
—Lucrecia, acompáñame a mi despacho. Ahora —ordenó.
Y supe entonces que se avecinaba un cambio.
Las criadas acompañaron a Melania a nuestro cuarto para cambiarla y asearla. Así que, cuando perdí su melena pelirroja y ondulada doblando la esquina, emprendí el mismo camino que Guillermo. Llegamos a la habitación y contemplé sus cuatro pareces de piedra gris. La examiné como tantas veces había hecho tiempo atrás para encontrarme con cada detalle y recoveco que ya conocía a la perfección. De niña tuve una misma pesadilla repetida varias veces en aquel cuarto. En él, padre y yo corríamos por el pasillo hasta llegar hasta aquí. Mil seres diabólicos nos perseguían y en cuanto cruzábamos el umbral de la puerta atrapaban a Guillermo y su cuerpo era engullido por una oscuridad infinita. La habitación, mientras tanto, se hacía más y más pequeña conmigo dentro. No tenía a donde ir hasta que tropezaba y caía dentro de la chimenea, cuyo fondo escondía un mar de llamas que destruían cada tramo de mi piel.
—Léelo —ordenó mi padre tendiéndome un sobre ya abierto. Su expresión estaba más seria de lo normal y en cuanto mis dedos agarraron el papel se dejó caer, agotado, sobre su sillón.
Mi mirada se deslizó por la hermosa y delicada caligrafía del gobernante de Holz e imaginé por un momento la dulzura con la que sus manos habían tratado a la pluma forjadora de aquellas hermosas palabras escritas sobre papel perfumado. Por un instante la oscuridad y la frialdad desaparecieron y un sentimiento cálido invadió mi pecho: aquel hombre me había invitado a su joven país. Hacía tanto que no sentía la amabilidad de un extraño que no pude evitar sentirme feliz. Sin embargo, la realidad volvió de nuevo y releí las líneas en las que se me aludía: “[…] y que acompañe a su querida hermana, puesto que lo menos que deseo es que mi futura esposa muera en la más honda y oscura tristeza”. Apreté los labios y aparté la mirada de la carta. Lord Declan solo deseaba mi presencia en su palacio para la comodidad de mi hermana. Para que la protegiera. Casi como si fuera su mascota. Mi saliva se sintió de pronto muy amarga y pesada. ¿Por qué toda mi vida giraba en torno a Melania?
—Meses atrás quise encontrar las mejores palabras para decirte esto. Y entonces ayer me di cuenta que no hay mejores palabras que las de Lord Declan —pronunció mi padre y en cuanto sus ojos se posaron en mi pude contemplar su asombro—. ¿Por qué no pareces sorprendida?
—Porque ya sé que el pueblo está dividido, padre. Muchos saben que sigo viva. —Le miré a los ojos y acabé acercándome a él. Posé la carta sobre sus piernas y me senté a su lado de manera delicada y segura—. Y no pregunte quién ha hecho que esta noticia llegara a mis oídos porque mis labios están sellados.