Tenía una maleta en cada mano. Estaba lista para partir otra vez, para dejar mi casa nuevamente, y a mi padre.
Me situaba afuera de la puerta con el boleto en la mano. Le sonreí a mi padre con melancolía. Sin embargo, un sentimiento de emoción embargaba dentro de mí, como una llama inquietante que no puede apagarse.
—¿Realmente es esto lo que quieres hacer? —preguntó mi padre.
—Sí. Quiero encontrarme con mi viejo amigo. Quiero verlo por lo menos una vez más.
Iría a España a buscar a una sola persona: Adrián. Y aunque la idea parecía descabellada, no podía suprimirme y obligarme a olvidarla.
—Espero tengas suerte —dijo sonriendo—. Te mandaré dinero para que puedas pagar tus estudios.
—Gracias papá. —Lo abracé con fuerza—. Estaré comunicada contigo todo el tiempo, ¿Si?
—Sí. En cuanto llegues con tu tía Mariana me avisas. No le des muchos problemas, Annie.
—Por supuesto que no, papá. —Una vez más lo abracé—. Te quiero.
—Y yo a ti. —Pude notar lo que era una capa de lágrimas cubriendo sus ojos—. Perdoname por haberte dejado tanto tiempo.
—Papá, si no me hubieras dejado ahí no sería la persona que soy ahora. Seguiría siendo una niña caprichosa que no aprecia lo que le da la vida. Aparte, no habría conocido a Arturo.
—¿Entonces, me perdonas?
—No hay nada que perdonar.
Le di un beso a la mejilla, y finalmente me fui. No sabía hasta cuando volvería a ver a mi padre, no sabía que pasaría en adelante. Fue como aventarme a un abismo profundo y oscuro sin saber todo lo que me encontraría en él, y cuánto tardaría en llegar a la superficie.
Me sentía nerviosa respecto al viaje. Nunca había volado en avión. Eran experiencias nuevas que adquiriría a lo largo de los años. Experiencias que me ayudarían a aprender un poco más sobre el sentido de la vida. Porque conforme viví, el sentido de la vida se encuentra desde un granito de arena, hasta la estrella más brillante en el cielo.
Por suerte, el viaje se me hizo corto, quizá porque me había tocado a lado de una ventanilla. Mis pies tocaban tierra Europea por primera vez, y sentí una excitación que me embriagaba dentro de mi ser. Era joven, pero sentía el mundo en mis manos —como cualquier otro adolescente—.
Rápidamente encontré a Felipe, quien se encargaría de llevarme con la tía Mariana. Hablamos un poco durante el camino, me advirtió de ciertas cosas, como por ejemplo que no le podía hablar estando dentro de la casa. También me dijo que tuviera cuidado con las hermanas, en mi mente pensé que quizá exageraba.
No había sabido que la casa de la madre de Griselda fuera tan lujosa, lo comprendí al adentrarme en el enorme jardín, adornado por algunos arbustos y árboles. En la entrada había un enorme portón, el cuál recibía al carro. A lado del portón, una reja.
Me bajé del auto admirando cada espacio del jardín, desde lo más pequeño hasta lo más admirable. Unos farolitos alumbraban el camino hacia la puerta, y yo me sentía como en un cuento de hadas. Felipe me escoltó hasta la puerta, él con una maleta y yo con otra.
Al abrirla no pude evitar abrir mis ojos. Y a cada paso que daba mi admiración acrecentaba aún más. Cada espacio parecía estar perfectamente acomodado, todo formaba parte de un compuesto aglomerado entre sí.
Pude notar a algunas muchachas del servicio platicando de lo más alegre. En cuanto oyeron los pasos de la tía Mariana se callaron y se pusieron en fila. Volteé a ver a Felipe nerviosa, él me ignoró por completo.
Entonces la ví. Divisé a la madre de Griselda, la madre que ella tanto deseaba conocer.
Me sorprendí al verla. Era una mujer alta y un tanto delgada. Sus cabellos castaños caían a los lados de su cara dándole una apariencia jovial. Tenía los pómulos arriba, una boca casi diminuta, su frente bien proporcionada, y aquellos ojos de almendra que ya conocía perfectamente. Era Griselda; era Griselda en mujer.
La mujer me miró y no supe interpretar aquella mirada. Parecía una mirada vacía, sin sentimientos, sin emociones, muy lo contrario de Griselda.
Traté de mostrar mi mejor sonrisa. Dí unos pasos acercándome a ella, extendí mi mano y me presenté.
—Soy Annie Bridgest, mucho gusto Tía.
Tomó mi mano con firmeza, estrechándola con fuerza. Sus ojos eran intimidantes, al escuchar su voz pude darme cuenta que ésta lo era aún más.
—Mucho gusto, Annie —dijo haciéndome estremecer—. Me alegra que estés aquí. En un momento te guiarán a tu nueva habitación.
—Gracias por permitir quedarme.
—Recuerda que estás bajo mi techo, así que harás lo que te pida. A partir de mañana irás a tu nuevo colegio. Debes llegar antes de las nueve y levantarte antes de las ocho. Debes tratar con respeto a tus primas. No debes hacer algún tipo de amistad con las mucamas. Cualquier duda que tengas me la preguntas únicamente a mí. ¿Entendiste?