Recuerdo que al llegar a casa esa noche, los ánimos habían abandonado cada una de mis extremidades. La devastación inundó mi juventud, deseando lanzarme a la cama y llorar hasta el amanecer.
Cuando atravesé el umbral, me encontré con mi madre sentada en la mesa, rodeada de papeles, perfumes y la vieja calculadora que solía encender cuando quería.
―Mez, qué bueno que llegaste ―había dicho y me miró a través de sus gafas para leer, no obstante, aquellas palabras supieron a todo menos a un alivio reconfortante―. Anotaste dos pedidos mal esta mañana, y para nuestra desgracia, uno de ellos era el de Lucina. Llamó a la casa, enojada y altanera. Reclamó su dinero, a pesar de no entregarnos la comida de vuelta, la muy descarada dijo que su hijo se la llevó porque no tenían otra cosa, y tuvo que quitarle el aguacate, la lechuga y el queso.
Yo me encontraba renuente a escuchar quejidos, sin embargo, mamá seguía.
―Y vino hasta aquí, empezó a gritar. Los vecinos salieron de chismosos. Te juro que me causó más pena a mí que a ella, entonces tuve que regresarle el dinero. A Sibilina la convencí de quedárselo, le prometí que en su siguiente pedido le enviaría dos empanadas extra a lo que pidiese.
Sin comentar nada, me aventé de espaldas en el sofá. ―Está bien, te repondré el pago de la bruja —dije, sin ánimos.
Quería silencio.
―No se trata de eso, Meztli. Sino que tengas más cuidado. No podemos permitirnos estos errores. Sabes que vamos al día, necesitamos los pagos de los pedidos para cubrir los servicios y volver a comprar los ingredientes, el desechable, las cosas necesarias. Estos deslices nos descontrolan, lo sabes, hija.
Y empecé a llorar. Sentí demasiado. El estrés me ahogaba la mente. Dentro de aquella casa solo veía problema tras problema. Necesitaba aire. Que todo se quedara estático mientras intentaba recomponerme.
Un minuto. Sesenta segundos. No más.
― ¿Y ahora por qué lloras? ―preguntó mi tía Hermila, desde la cocina―. Tú mamá te habló bien, niña. Ni modo, nos tocó perder. Hay que ponerse buzas caperuzas para que no nos agarren de tontas y tampoco perder a la clientela.
Tragué el sollozo y dije: ―No es eso, tía.
― ¿Entonces? ―preguntó mamá, de pie, junto al sofá.
―Me duele el corazón porque Iván es un idiota ―admití apenas audible. Dolía demasiado, y estar con las personas que funcionaban como mi mayor soporte me hacía vulnerable a esconder mis secretos dañinos.
―Ahí vas otra vez ―dijo la tía Hermila―. Esas cosas no son nada, llora si se te muere alguien, chamaca.
―Si no es nada, entonces ¿por qué duele así?
«Así como si me hubiesen abierto el pecho para sacarme los pulmones. Así como si me hubiesen descubierto el abdomen para revolverme las vísceras. Ardía como si llamas incandescentes atormentasen a mi piel.»
Sin embargo, para mi tía Hermila la respuesta era sencilla: ―Porque estás pendeja, mija. Ya te he dicho que no hay que llorar por hombres, y tú no entiendes ni aprendes. Acuérdate cómo te hizo sufrir el idiota ese de Adrián. ¿Qué me dijiste? "Nunca en mi vida me volveré a enamorar", y ahora mírate. Cae más rápido un hablador que un cojo.
Escuché a mi mamá suspirar.
―Mejor duérmete, Meztli. Mañana hay que entregar pedidos desde las nueve. Vas a despertarte con ojeras por algo sin sentido.
Su falta de empatía se desató como un tumulto dediminutos soldados en plena batalla dentro de mi estómago.
Yo de verdad deseaba que mi madre fuese como la de Lucía. Anhelaba su comprensión, su cálido abrazo tal vez.
Haber tenido a alguien con quien compartir mi dolor habría sido un verdadero consuelo. Después de todo, las madres son nuestro mayor confort, y yo buscaba que ella fuese eso para mí, diciéndome: "Está bien llorar, hija. A veces nos enamoramos de las personas equivocadas, y aunque pueda haber muchos corazones rotos antes de encontrar al indicado, llegará el día".
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