Hacía un tiempo desde que Akbal contaba con la simpatía del pueblo que estaba construyendo su madre. Aunque ya estaba en edad de casarse y algunas invitaciones le habían llegado, no había tomado una decisión. Sus sandalias con calzas de madera hacían un sonido muy marcado al chocar contra el suelo empedrado de los caminos de la capital, aunque no era el único, en aquellas calles todos llevaban esas calzas. El lema “un akramis pisa fuerte donde quiera que vaya” se dejaba notar con toda claridad en la capital.
Aquel rítmico golpeteo de sus pasos le ayudaba a pensar, lo de su unión con alguien más es una de las decisiones que le había dejado su madre para que él la tomara. Sabía que la gente de a pie se comprometía por lo que llamaban amor, sin embargo, él no se podía dar el lujo de eso como tampoco había podido su madre. Era el próximo a llevar las riendas del imperio y bajo ningún concepto dejaría que todo lo que construyó su madre se derribara. La gente decía que él y el imperio eran un solo ente, todo crecía al ritmo que él lo hacía, las cosas mejoraban siempre y cuando él siguiera mejorando. Él no lo veía del todo así, para él el imperio era como su hermano mayor, pero un hermano que tiene que ser dirigido, había visto personas con esa incapacidad en sus visitas a los sanatorios, aunque su hermano era un grande y poderoso ente, no sabía hacer nada si no se le decía que hacer.
Su madre le había dicho que en otros lugares no podía hacer lo que estaba haciendo justo ahora, caminar por las calles sin guardia ni vigilancia. Eso era una señal de que las tierras estaban incivilizadas, que el pueblo atacara a aquellos que hacían su vida más fácil y cómoda se le hacía que solo era posible en las tierras barbáricas. Aquellas caminatas que hacía todos los días eran de su agrado, podía ver el trabajo de su madre, ver como todas las personas que sonreían y tarareaban por las calles prestos a hacer sus trabajos antes eran bestias que solo pensaban en sobrevivir. Ahora sin embargo eran bellos ciudadanos todos con las ropas de sus pueblos de origen, la capital admitía a todos los que respetaran las leyes y juraran lealtad al imperio. Él podía ver desde los vestidos más llamativos de las tierras cálidas, llenos de colores simulando las aves en los hombres y exóticas plantas en las mujeres, con colores brillantes y sumamente contrastados, era imposible no parar la mirada en ellos, aunque sea por un instante. En especial en las mujeres que portaban ropas ceñidas o lisas desde la cadera hacia abajo y desde esta hacia arriba unas telas más sólidas se abrían para dar lugar a la representación de una infinidad de pétalos el cual terminaba un poco debajo de los hombros. Justo detrás podías ver a un habitante de las islas flotantes del sur y sus sobrias ropas blancas que solo dejaban ver los ojos, todo lo demás estaba tapado, ahora que caminaban por tierras muy al norte usaban una versión menos cálida de los trajes originales los cuales les hacía parecer que todos eran gordos. Aquellas dos personas no hablaban el mismo idioma, pero eso poco importaba en la capital donde se podía rentar a un intérprete, muchos incluso aprendían más de un idioma para tener acceso a ese trabajo ya que era muy demandado.
No importaba de donde fueran. todos y cada una de aquellas personas le dedicaban una reverencia, aunque sea una pequeña inclinación de cabeza como saludando a un amigo, hasta arrodillarse ante él. aceptaba todas y cada una con una sonrisa, de vez en cuando un niño se acercaba a él para que lo cargara o simplemente para que lo saludara, al principio de aquellas interacciones las madres pedían perdón, pero el hacía caso a los niños y tranquilizaba a la madre. Otra cosa que se repetía en todos los paseos era que los dueños de puestos le regalaban cosas, en especial los que vendían comida. Decir que el hijo de la emperatriz había comido un producto de su tienda los hacía vender mucho más, su madre le decía que no tenía que aceptar nada de eso ya que los enemigos podían fácilmente envenenarlo. Él comía en algunos lugares, al ser la capital tenía comida de todos los lugares del imperio, su favorita era una comida picante que se comía en las tierras del este donde se respetaba el estilo de vida de la antigua civilización.
—por fin te encuentro, hermano.
—oh, ita. ¿quieres caminar conmigo el resto del paseo? Conocer a aquellos a los que vas a gobernar es trabajo de un emperador.
—efectivamente, ese es tu trabajo no el mío. Y si, te cuidaré el resto del camino.
Como siempre su hermana era muy seria, ella había nacido para ser una refulgente. Algunos de sus maestros decían que tenía potencial para ser una de las mejores ya que contaba con una cantidad de agarre insólitamente grande para una mujer. Recordaba tener celos de que su hermana fuera capaz de hacer refulgir. No fue hasta que su madre le dijo que no se hacía falta ser un refulgente para poder conquistar tierras, que la mirara a ella y le dijera que refulgente había obtenido más que ella, que mirara la historia y dijera cuales de los hombres y mujeres que habían cambiado el mundo eran refulgentes. Desde ese día sabía que la mente y la preparación eran las armas más potentes que existían, y se volcó en perfeccionar su agudeza mental.
Su hermana portaba un traje de cuero duro que se le ceñía al cuerpo, en las partes más delgadas los tonificados músculos se notaban, eran como las estatuas que estaban colocadas por toda la ciudad, él dudaba que aquellos músculos no fueran de piedra. Era más pequeña que él, ella medía 163 cm y él 182 cm, aun con su pequeño cuerpo lograba intimidar y ser bella a la vez. En lo personal él había visto mujeres mucho más hermosas, pero nadie estaba dispuesto a decirle a ella que era fea. Con el régimen militar que dictaba la vida de su hermana el cabello era corto, su cuerpo casi no contenía grasa por lo que sus pechos eran pequeños. Lo peor de ella era su mirada, que saltaba de una persona a otra como esperando que de repente saltaran con una daga en las manos.