Holly Kennedy? ¿Estás aquí? —resonó la voz del presentador.
El aplauso del público se diluyó en un murmullo mientras todo el mundo miraba alrededor en busca de Holly. Iban a pasar un buen rato buscando, pensó ella mientras bajaba la tapa del retrete para sentarse a esperar que el alboroto remitiera y pasaran a su siguiente víctima. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en las manos y rezó para que aquel momento pasara. Ojalá al abrirlos apareciera sana y salva en su casa una semana después. Contó hasta diez, rogando que se obrara el milagro, y luego abrió los ojos lentamente.
Seguía estando en el lavabo.
¿Por qué no podía, al menos por una vez, descubrir que tenía poderes mágicos? No era justo, a las chicas americanas de las películas siempre les ocurría… Sin embargo, en el fondo había sabido que aquello iba a suceder. Desde el instante en que abrió aquel sobre y leyó la tercera carta de Gerry, supo que habría lágrimas y humillación. Su pesadilla se había hecho realidad.
Fuera, en el local, apenas se oía ruido y la invadió una sensación de calma al caer en la cuenta de que iban a pasar al cantante siguiente. Relajó los hombros y abrió los puños, dejó de apretar los dientes y el aire fluyó más fácilmente hasta sus pulmones. El pánico había pasado, pero decidió aguardar hasta que el siguiente intérprete comenzara su canción antes de escapar. Ni siquiera podía saltar por la ventana, porque no estaba en una planta baja, a menos que quisiera morir desplomada. Otra cosa que su amiga americana habría podido hacer.
Desde el retrete Holly oyó que la puerta del lavabo se abría y cerraba de golpe. Venían a buscarla. Quienquiera que fuese.
—¿Holly? Era Sharon. —Holly, sé que estás ahí dentro, así que escúchame, ¿vale? Holly se sorbió las lágrimas que comenzaban a asomarle.
—Muy bien, me consta que esto es una pesadilla terrible para ti y que tienes fobia a esta clase de cosas, pero debes calmarte, ¿de acuerdo?
La voz de Sharon sonaba tan tranquilizadora que Holly volvió a relajar los hombros.
—Holly, odio a los ratones, lo sabes de sobra.
Holly frunció el entrecejo preguntándose adónde pretendía llegar su amiga, —Y mi peor pesadilla sería salir de aquí para meterme en una habitación llena de ratones. ¿Te lo imaginas?
Holly sonrió ante la idea y recordó que en una ocasión Sharon había ido a pasar dos semanas con ella y Gerry después de haber cazado un ratón en su casa. Por descontado, a John le concedieron permiso para efectuar visitas conyugales.
—Bien, pues estaría exactamente donde estás tú ahora y nadie ni nada me haría salir. —Sharon hizo una pausa.
—¿Cómo? —dijo la voz del presentador antes de echarse a reír—. Damas y caballeros, según parece nuestra cantante está en el lavabo ahora mismo. La sala entera estalló en carcajadas.
—¡Sharon! —dijo Holly temblando de miedo.
Se sentía como si la airada multitud estuviera a punto a derribar la puerta, arrancarle la ropa y llevarla en volandas hasta el escenario para ejecutarla. Le entró el pánico por tercera vez. Sharon se apresuró a seguir hablando.
—En fin, Holly, lo único que quiero decir es que no tienes por qué hacer esto si no lo deseas. Nadie te está obligando…
—Damas y caballeros, ¡hagamos que Holly se entere de que es la siguiente! —vociferó el presentador—. ¡Venga!
El respetable se puso a patear el suelo y a corear su nombre.
—Bueno, al menos ninguno de los que te apreciamos te estamos obligando a hacerlo —farfulló Sharon, bajo la presión del gentío—. Pero si no lo haces, me consta que nunca te lo perdonarás. Por algún motivo Gerry quería que lo hicieras.
¡HOLLY! ¡HOLLY! ¡HOLLY!
—¡Oh, Sharon! —repitió Holly, dejándose llevar por el pánico. De repente tuvo la sensación de que las paredes del retrete comenzaban a estrecharse para aplastarla. Unas gotas de sudor le perlaron la frente. Tenía que salir de allí. Abrió la puerta. Sharon quedó atónita al ver la expresión consternada de su amiga, que parecía que acabara de ver un fantasma. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y el rímel bajándole por la cara (esos productos resistentes al agua nunca dan buen resultado), las lágrimas le habían estropeado el maquillaje.
—No les hagas caso, Holly —dijo Sharon con voz serena—. No pueden obligarte a hacer algo que no quieras hacer. El labio inferior de Holly comenzó a temblar.
—¡No! —exclamó Sharon, agarrándola por los hombros y mirándola a los ojos—. ¡Ni se te ocurra!
El labio dejó de temblarle, pero no el resto del cuerpo. Finalmente Holly rompió su silencio.
—No sé cantar, Sharon —susurró horrorizada.
¡Ya lo sé! —contestó Sharon—. ¡Y tu familia también! ¡Que se vayan a la mierda los demás! ¡Nunca más volverás a ver la jeta de ninguno de esos idiotas! ¿A quién le importa lo que piensen? A mí no. ¿Y a ti?
Holly pareció meditar la respuesta y luego susurró: —No.
—No te he oído. ¿Qué has dicho? ¿Te importa lo que piensen?
—No —dijo Holly, con voz un poco más firme.
—¡Más alto! —Sharon la sacudió por los hombros.
—¡No! —gritó.
—¡Más alto!
—¡Nooo! ¡No me importa lo que piensen! —exclamó Holly tan alto que el público de la sala comenzó a callar.
Sharon parecía impresionada, quizás estaba medio sorda, y permaneció un momento inmóvil. De pronto ambas sonrieron y luego se echaron a reír de su estupidez.
—Vamos, haz que esto sea otra de las famosas veladas de la loca de Holly para que podamos reírnos durante unos meses —le suplicó Sharon.
Holly echó un último vistazo a la imagen que le devolvía el espejo, se lavó las marcas de rímel corrido, suspiró y se abalanzó sobre la puerta como una mujer en misión de combate. La abrió para enfrentarse a sus enloquecidos admiradores, que estaban todos de cara a ella coreando su nombre. En cuanto la vieron, estallaron los vítores y una fuerte ovación, de modo que Holly les dedicó una reverencia de lo más teatral y se encaminó al escenario entre risas y aplausos, mientras Sharon la alentaba al grito de « ¡Jódelos!».