Posdata: te quiero

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Holly sujetó con una pinza la sábana que estaba tendiendo y pensó en cómo había ido trastabillando durante el resto del mes de mayo, tratando de poner un poco de orden en su vida. Había días en los que se sentía feliz y contenta, segura de que las cosas le irían bien, cuando de súbito, tan deprisa como había llegado, la dicha desaparecía y ella volvía a sumirse en la más absoluta tristeza. Procuró establecer una rutina en la que dejarse atrapar de buen grado para volver a sentir que pertenecía a su cuerpo y su cuerpo a la vida, en lugar de deambular por ahí como una zombi observando cómo los demás disfrutaban de sus vidas mientras ella aguardaba a que la suya acabara. Por desgracia, la rutina no resultó ser exactamente como esperaba. Se encontró a sí misma inmóvil durante horas en la sala de estar reviviendo cada uno de los recuerdos que conservaba de su vida con Gerry. Lo más triste de todo era que pasaba la mayor parte de ese tiempo rememorando todas y cada una de las peleas que habían tenido, deseando poder borrarlas, poder retirar todo lo desagradable que le había dicho, presa del enojo, y que en absoluto reflejaba sus verdaderos sentimientos. Se atormentaba por lo egoísta que había sido en ocasiones, saliendo de juerga con las amigas cuando se enfadaba con él en vez de quedarse en casa y deshacer el entuerto. Se reprendía por haberse apartado de él cuando debería haberlo abrazado, por haberle guardado rencor durante días en lugar de perdonarlo, por haberse ido a dormir sin cenar en lugar de hacerle el amor. Deseaba borrar todas las ocasiones en las que le constaba que Gerry se había enfadado con ella y la había odiado. Deseaba que todos sus recuerdos fuesen de buenos momentos, pero los malos no dejaban de perseguirla hasta obsesionarla. Y éstos habían sido una absoluta pérdida de tiempo.

Y nadie les había advertido que andaban escasos de tiempo.

Luego venían los días felices en los que iba de aquí para allá con una sonrisa pintada en el rostro, sorprendiéndose a sí misma riendo mientras paseaba por la calle al asaltarle el recuerdo de una de sus típicas bromas. Ésa era su rutina. Se hundía en días de una profunda y lóbrega depresión, hasta que por fin recobraba las fuerzas para ser más positiva y cambiar de estado de ánimo durante otros tantos días. Ahora bien, cualquier nimiedad bastaba para desencadenar el llanto otra vez. Era un proceso agotador y las más de las veces le daba pereza batallar contra su mente, mucho más fuerte que cualquier músculo de su cuerpo.

Los familiares y los amigos iban y venían, unas veces para consolarla y otras para hacerla reír. Pero incluso en su risa se echaba algo en falta. Nunca parecía estar verdaderamente contenta, daba la impresión de matar el tiempo mientras aguardaba alguna otra cosa. Estaba harta de limitarse a existir; quería vivir. Pero ¿qué sentido tenía vivir cuando no se sentía viva? Se hizo las mismas preguntas una y mil veces, hasta que finalmente prefirió no despertar de sus sueños; éstos eran lo único que le parecía real.

En el fondo sabía que era normal sentirse así, tampoco es que pensara que estaba perdiendo la cabeza. Sabía que la gente decía que un día volvería a ser feliz y que aquella sensación sólo sería un recuerdo lejano. Sin embargo, alcanzar ese día era la parte difícil.

Leyó y releyó la primera carta de Gerry una y otra vez, analizando cada palabra y cada frase, y cada día hallaba un nuevo significado. Pero no podía quedarse sentada allí hasta el día del juicio final, intentando leer entre líneas para adivinar el mensaje oculto. La verdad era que en realidad nunca sabría exactamente qué había querido decirle puesto que jamás volvería a hablar con él. Aquella conclusión era sin duda la más dolorosa y difícil de aceptar, y la estaba matando.

Mayo había quedado atrás y junio había traído consigo largos atardeceres luminosos y las hermosas mañanas que los acompañaban. Los radiantes días soleados del nuevo mes le brindaron la claridad. Se acabó el encerrarse en casa en cuanto oscurecía y el quedarse en la cama hasta la tarde. Irlanda parecía haber despertado súbitamente del letargo invernal, desperezándose y bostezando para volver a la vida. Era hora de abrir las ventanas y airear la casa, de librarla de los fantasmas del invierno y los días oscuros, era hora de levantarse temprano con los trinos de los pájaros y salir a pasear y mirar a la gente a los ojos, sonreír y saludar en vez de esconderse bajo varias capas de ropa, la mirada clavada en el suelo mientras corría de un lado a otro haciendo caso omiso del mundo. Era hora, en fin, de abandonar la oscuridad y levantar la cabeza bien alta para enfrentarse cara a cara con la verdad.

junio también trajo otra carta de Gerry.

Holly se había sentado fuera para disfrutar del sol, deleitándose en aquella renovada alegría de vivir. Nerviosa y entusiasmada al mismo tiempo, leyó la cuarta carta. Se embelesó con el tacto de la tarjeta y de los contornos de la caligrafía de Gerry cuando acarició la tinta seca con la yema de los dedos. Dentro, su pulcra caligrafía presentaba un listado de artículos que le pertenecían y que seguían en la casa y, al lado de cada una de sus posesiones, explicaba qué quería que Holly hiciera con ellas y dónde deseaba que las hiciera llegar. Al final ponía:

Posdata: te quiero, Holly, y sé que tú me amas. No necesitas mis pertenencias para acordarte de mí, no necesitas conservarlas como prueba de que he existido o de que aún existo en tu mente. No necesitas ponerte un suéter mío para sentirme cerca de ti; ya estoy ahí… estrechándote siempre entre mis brazos.

A Holly le costó mucho aceptar aquello. Casi deseó que le hubiese pedido que volviera a cantar en un karaoke. Habría saltado desde un avión por él, o corrido dos mil kilómetros, cualquier cosa excepto vaciar sus armarios y desprenderse de su presencia en la casa. Pero sabía que Gerry tenía razón. No podía aferrarse a sus pertenencias para siempre. No podía engañarse pensando que él regresaría para recogerlas. El Gerry de carne y hueso se había ido; no necesitaba su ropa.




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