Posdata: te quiero

22

Eran más de las ocho cuando Holly por fin aparcó frente a su casa. Aún había luz. Sonrió. El mundo era un lugar mucho menos deprimente cuando hacía sol. Había pasado la tarde con Ciara charlando sobre sus aventuras en Australia. Su hermana había cambiado de parecer al menos veinte veces en cuestión de horas acerca de si debía o no llamar a Mathew a Australia. Para cuando Holly se marchó, finalmente había decidido de forma irrevocable que nunca más volvería a hablar con él, lo que con toda probabilidad significaba que ya le habría llamado.

Recorrió el camino de entrada hasta la puerta principal, contemplando el jardín con curiosidad. ¿Eran imaginaciones suyas o estaba un poco más arreglado? Todavía se veía abandonado, lleno de malezas y matas que crecían por todas partes, pero algo había cambiado.

El ruido de un cortacésped sobresaltó a Holly, que se volvió y vio a su vecino trabajando en el jardín. Holly le hizo una seña de agradecimiento, ya que supuso que había sido él quien le había echado un cable, y el hombre le correspondió levantando la mano.

El jardín siempre había sido tarea de Gerry. No es que fuese un jardinero entusiasta, sólo que Holly aborrecía la jardinería y alguien tenía que hacer el trabajo sucio. Habían acordado que por nada del mundo ella iba a desperdiciar sus días de fiesta deslomándose en la tierra. Como resultado, su jardín era muy simple, poco más que un rectángulo de hierba con unos cuantos setos y flores. Dado que Gerry sabía muy poco de plantas, solía plantar flores durante la estación menos indicada o situarlas donde no debía, por lo que al final se morían. Pero ahora hasta su pedazo de césped y arbustos parecía un campo abandonado. Cuando Gerry murió, el jardín murió con él.

Aquella idea hizo que Holly se acordara de la orquídea que tenía en casa. Entró corriendo, llenó una jarra con agua y la vertió sobre la planta sedienta. Desde luego, no presentaba un aspecto muy saludable y Holly se prometió que no permitiría que muriera mientras estuviera bajo su tutela. Metió un pollo al curry en el microondas y aguardó a que se calentara, sentada a la mesa de la cocina. Fuera aún se oía a los críos jugando felices en la calle. Siempre le habían encantado los largos atardeceres que anunciaban el verano. Sus padres los dejaban jugar hasta más tarde de lo habitual, placer que Holly y sus hermanos disfrutaban con gusto. Holly repasó lo que había hecho durante la jornada y decidió que había pasado un buen día, salvo por un incidente aislado…

Volvió a contemplar la alianza que lucía en el dedo anular y de inmediato se sintió culpable. Cuando aquel hombre se había alejado de ella, Holly se había sentido fatal. La había mirado como si estuviera a punto de iniciar una aventura, cuando en realidad era lo último que ella haría jamás. Se sintió culpable hasta por haber considerado la posibilidad de aceptar su invitación a tomar café. Si hubiese abandonado a su marido por estar harta de él, comprendería que fuese capaz de sentirse atraída por otro hombre al cabo de un tiempo. Pero Gerry había muerto cuando ambos aún estaban muy enamorados, y no concebía olvidarse de él sólo porque ya no estuviera allí. Todavía se sentía casada, e ir a tomar un café con un extraño habría sido como traicionar a su marido. La mera idea la asqueaba. Su corazón, su alma y su mente todavía pertenecían a Gerry.

Holly seguía dando vueltas al anillo en el dedo. ¿En qué momento debería quitarse la alianza? Hacía casi cinco meses que Gerry se había ido. Así pues, ¿cuándo sería apropiado que se quitara el anillo y se dijera que ya no estaba casada? ¿Dónde estaba el reglamento para viudas que explicara exactamente cuándo debía quitarse la alianza? Y luego, ¿dónde la guardaría, dónde debía ponerla? ¿Al lado de la cama para que le recordara a él cada día? ¿En el cubo de la basura? Se atormentó con una pregunta tras otra. No, todavía no estaba dispuesta a renunciar a Gerry. Por lo que a ella se refería, él seguía estando vivo.

La campanilla del microondas anunció que la cena estaba lista. Holly sacó la bandeja y la tiró directamente a la basura. Ya no tenía hambre. Aquella noche, Denise la llamó hecha un manojo de nervios.

—¡Pon la radio en Dublín FM, deprisa! Holly corrió a la radio y la encendió.

«SoyTom O'Connor y estáis escuchando Dublín FM. Por si acabáis de sintonizarnos, os recuerdo que estamos hablando de gorilas. Visto el alarde de de persuasión del que tuvieron que hacer gala las muchachas de "Las chicas y la ciudad" para ser admitidas en el Club Boudoir, queremos saber qué opináis acerca de los gorilas. ¿Os gustan? ¿No os gustan? ¿Estáis de acuerdo o comprendéis por qué son como son? ¿O son demasiado estrictos? Esperamos vuestras llamadas al número…»

Atónita, Holly volvió a coger el teléfono. Había olvidado que Denise aguardaba al otro lado de la línea.

—¿Y bien? —inquirió Denise, sonriendo. —¿Qué demonios hemos iniciado, Denise?

—Sí, es una locura. —Se echó a reír. Era evidente que estaba pasándolo en grande—. ¿Has visto los diarios de hoy?

—Sí, y todo esto me parece una tontería, la verdad. Vale que el documental fuera bueno, pero lo que han publicado es una estupidez—dijo Holly.

—¡Qué dices, querida, a mí me encanta! ¡Y aún me encanta más porque salgo yo!

—No me extraña —respondió Holly.

Ambas guardaron silencio mientras escuchaban la radio. Un tío estaba despotricando contra los gorilas y Tom procuraba calmarlo.

—Oh, escucha a mi chico —dijo Denise—. ¿No tiene una voz sexy? —Mmm… sí—masculló Holly—. Deduzco que seguís saliendo.

—Por supuesto —contestó Denise, mostrándose ofendida—. ¿Por qué no iba a ser así?

—Bueno, ya ha pasado algún tiempo, Denise, eso es todo. —Holly se apresuró a dar una explicación para no herir los sentimientos de su amiga¡Y tú siempre has dicho que nunca saldrías con un hombre más de una semana seguida! No paras de decir cuánto detestas sentirte atada a una persona.




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