8 de noviembre de 1999
1
Aquella mañana, sin volver a pensarlo, Jonathan coloca algo de ropa en un pequeño bolso negro. Se viste lentamente, mientras observa por última vez aquel pequeño departamento donde ha pasado tantos años alejado de las personas. Luego de cargar todo en su viejo automóvil de color gris, parte en dirección al pueblo donde pasó su infancia. Por el espejo retrovisor ve la ciudad haciéndose cada vez más pequeñas mientras se aleja, hasta que finalmente desaparece.
Mientras circula por la ondulante carretera nacional Nro. 12, observa el bello paisaje que brinda la naturaleza a los lados del camino. Los verdes árboles y el majestuoso río que brillaba reflejando la luz del sol. Abriendo la ventanilla para sentir el aire puro, se sintió libre, feliz.
Pero la felicidad, como todo en su vida le duró realmente poco. Mientras iba conduciendo, no pudo evitar observar un viejo Renault 12 que venía por el carril contrario. Un hombre canoso y con lentes iba conduciendo junto a una señora corpulenta que parecía ser su esposa. Mientras los miraba acercarse, el tiempo pareció detenerse. El vehículo pareció ir en cámara lenta, tanto que pudo ver con detalle el rostro de sus ocupantes que charlaban distendidamente. Intentó apartar la mirada, pero no pudo evitar verlo. Detrás de la pareja, rodeado de una oscura nube, alcanzó a ver aquellos aterradores ojos que lo atormentaban. Nuevamente aquel aterrador ser que aparecía cuando a alguien le llegaba la hora, se hacía presente.
Aunque tan solo habían sido unos segundos parecieron horas. Cuando finalmente reaccionó, vio como el Renault pasaba a su lado a gran velocidad. Inmediatamente comprendió lo que estaba por ocurrir, pero nada podía hacer. Estacionó a un lado. Su respiración se agitaba, sus manos temblaban inconteniblemente. Una terrible sensación de angustia lo invadió. Cerró con fuerzas sus ojos cuando escuchó el terrible impacto. Sin voltear a ver lo que había sucedido, puso nuevamente en marcha su vehículo y se alejó lo más rápido que pudo. Mientras las lágrimas recorrían su rostro y se precipitaban sobre sus brazos, Jonathan tomó coraje y miró por el espejo retrovisor. Inmediatamente quedó horrorizado por la tétrica escena. El Renault había impactado de frente con otro vehículo. Sobre el pavimento se encontraban los cuerpos del conductor rodeado de restos metálicos y los dos automóviles incendiándose. Al momento que vio lo sucedido se arrepintió de haber mirado. Jonathan había recordado la razón de que llamaran a esa carretera como la ruta de la muerte. Sus pronunciadas curvas y el deterioro de su precario asfalto se habían cobrado demasiadas vidas a lo largo de los años.
Puso su mirada nuevamente hacia el frente y continuó su camino. Jonathan no pudo evitar maldecirse. Ese era su don, ver cuando la muerte se encontraba a punto de llevar a alguien. Para el, más que un don, era una maldición que solamente le había acarreado desdicha y soledad. Con impotencia veía como la muerte venía por las personas, pero jamás pudo evitarlo. Por más que tratase, el fin era algo inevitable.
Siguió con su camino intentando olvidar lo que había sucedido. Pensaba que, con el tiempo, luego de haber sigo testigo en demasiadas ocasiones de hechos similares ya estaría acostumbrado. Pero no fue así, cada vez le resultaba más difícil. Por momentos sentía que se estaba acercando cada vez más hacia aquella delgada línea que lo separaba de la locura.
Continuando con su viaje, intentaba admirar el bello paisaje que se presentaba ante sus ojos. La espesura de los extensos bosques interrumpida por las serpenteantes aguas del rio, lo hicieron sentirse nostálgico. Finalmente, tras realizar casi 200 kilómetros por aquella maldita ruta, llega al cruce con la carretera provincial número 6. Un gran cartel verde con una flecha apuntando hacia su izquierda le indica que tan solo le faltaban otros 12 kilómetros para llegar a su pueblo. Por un momento permanece mirando el cartel, piensa si será buena idea regresar después de tantas cosas. Dando un fuerte suspiro toma coraje y se decide a terminar el corto camino que le faltaba. A medida que se va acercando ve el enorme cartel con forma de cruz que reza "Bienvenidos a San Antonio".
Al ingresar en la pequeña comunidad pasa por la plaza central en cuyos lados se encontraban la antigua iglesia y la estación de policía. Todo estaba absolutamente igual que al momento en que se había marchado. El pueblo parecía haberse quedado en el tiempo. Al mirar hacia la comisaría, creyó ver a alguien observándolo desde una ventana, pero luego continúa sin prestarle mayor atención.
La única avenida asfaltada, daba lugar a los polvorientos caminos de tierra y piedras. Lleno de melancolía conduce por los viejos caminos que lo vieron crecer. Finalmente llega hasta la casa que hace mucho tiempo fue su hogar. Con sorpresa observa que todavía en el verde césped de su patio se encuentra el gran tronco de un viejo pino caído en el que, en muchas tardes solitarias, había pasado sentado sumido en sus pensamientos. El techo de tejas y las blancas paredes de la hermosa casa estaban tal cual las recordaba. El humo de la chimenea le traían bellos recuerdos de su madre cocinando alegremente. Permanece allí parado incapaz de entrar hasta que escucha el sonido de la puerta abrirse. Fue incapaz de contener las lágrimas al ver a su madre Elisabeth, quien acomodándose los lentes lo miró fijamente intentando ver quien era.
–No puede ser! ¡Hijo! ¡Dios mío eres tú! – Dice la mujer arrojando el plato que tenía entre sus manos y corriendo a abrazar a su hijo. Ambos se funden en un sentido abrazo. La madre toma el rostro de su hijo y lo mira con ternura mientras él no puede hacer otra cosa más que llorar.