1 de diciembre de 1999
1
Han pasado veintitrés días desde la última luna llena, veintitrés días turbulentos para Tom, quien no ha visto todos sus intentos por resolver la espantosa muerte de la pequeña Lucía, ni tampoco ha podido dar con el asesino de su hermana Emilia. Cientos de teorías se agolpan en su cabeza mientras toma el segundo vaso de wiski de esa noche. Sentado en su oficina, observa la luna asomarse en el horizonte. No puede apartar de su mente las advertencias del sacerdote. Aunque se negaba a creerlas, en el fondo un miedo profundo lo invadía. El día había llegado. Aquella noche descubriría la verdad.
–Todo bien Jefe? –Pregunta Javier entrando al despacho de su jefe.
–Si. Todo está muy bien. –Le responde Tom dando otro sorbo a su bebida.
–Ha estado bebiendo mucho. Me preocupo por usted. La gente ya comienza a hablar.
–¿Hablar de qué? –Pregunta fastidiado el Comisario.
–Bueno. Usted casi no duerme. Pasa todo el día en el trabajo. Bebe demasiado y ya ni siquiera se molesta en afeitarse. Creo que todo esto realmente lo está afectando Jefe.
–¿Qué más puedo hacer López? Le he fallado al pueblo. Han matado dos niñas y ni siquiera he podido encontrar a los responsables. No sabes las ansias con las que he esperado este día. Quiero descubrir que está pasando en mi pueblo y una vez que lo haga encontraré a los responsables y los haré pagar, sean quienes sean.
–¿Ha esperado este día? ¿No creerá realmente que una bestia aparecerá con la luna llena? Es ridículo de solo pensarlo.
–Creo que pronto lo averiguaremos. Te he pedido que te quedarás hoy conmigo porque eres en quien más confío. Los demás creo que se reirían de solo decir que espero a que un monstruo aparezca, pero sé que en ti puedo confiar.
–De acuerdo Jefe. Ya verá que nada pasará. No hay nada sobrenatural en este pueblo.
–Eso lo veremos López. Ojalá tengas razón.
2
Las horas iban pasando, un enrarecido ambiente comenzó a sentirse en el pueblo, el aire se tornaba cada vez más espeso, casi irrespirable, mientras una espesa niebla se formaba, cubriendo lentamente las polvorientas y desiertas calles. Eran casi la medianoche, como era de costumbre en el tranquilo poblado, absolutamente nadie andaba por las calles a esa hora. Las familias terminaban de cenar y algunas ya se encontraban descansando, ignorantes del peligro que los acechaba.
Las manecillas del viejo reloj de pared colocado en la cocina de la familia Tello indicaban que ya había pasado la medianoche. Afuera reinaba un silencio absoluto, la luna se elevaba cada vez más en el despejado cielo. Los feroces perros de la familia que normalmente ladraban todas las noches sin ninguna razón, esta vez permanecían en silencio.
Víctima del insomnio como otras tantas noches, Manuel Tello permanecía mirando la televisión, dando un vistazo cada tanto al viejo reloj deseando que las horas pasaran más de prisa y el sueño finalmente se apoderara de el. Su esposa Jennifer acomodó a su pequeño en su cuna y se sentó en una silla de madera junto a su marido mientras observaba por entre las rejas que cubrían su ventana la luna que ascendía amenazante.
–No es necesario que permanezcas despierta conmigo querida, ya sabes que me cuesta mucho dormir. –Le dijo él al ver que su esposa daba un profundo bostezo.
–No es problema querido. Me gusta hacerte compañía. Además, el pequeño se despierta a cada momento así que tampoco podré dormir mucho. –Le dijo ella mientras se sentó junto a él en el sofá y se acomodó sobre su pecho. El por su parte la abrazó tiernamente y juntos quedaron mirando la televisión.
De pronto la tranquilidad de la noche fue interrumpida por los insistentes ladridos de los perros. Ladraban sin cesar a pesar de los gritos que su dueño les dirigía desde la ventana. Algo los tenía enloquecidos.
Manuel miró hacia afuera intentando ver que sucedía, pero la niebla era tan espesa que apenas podía verse la luz del alumbrado público que distaba a menos de 30 metros de la entrada de su hogar.
–Que rara es esta niebla. No hay una sola maldita nube en el cielo y sin embargo la niebla se formó como si estuviera a punto de desatarse una tormenta. –Se extrañó el hombre mientras se rascaba la cabeza. –Será mejor que vaya a echar un vistazo.
Se dirigió hasta su armario y tomó su vieja escopeta, tomó un par de cartuchos, cargó el arma y se guardó algunos en el bolsillo de su pantalón. Abrió la puerta y se dispuso a salir a investigar lo que sucedía.
–Pero que estás haciendo? No salgas Manuel – le reclamó su esposa.
–Quédate aquí. Solo daré un vistazo. Quizás sea algún ladrón. Debe ser aquel muchacho de los Pelinski que siembre merodea nuestra cosecha. Si es él, le daré un buen susto para que nunca más pase por su cabeza entrar en nuestra propiedad – dijo Manuel malhumorado mientras salía por la puerta lentamente.
–No hagas una estupidez! – reclamaba insistente Jennifer.
Manuel sale al patio apuntando el cañón de su escopeta hacia la oscuridad. Su esposa permanece en la puerta con preocupación viendo como su marido iba hacia el costado de la casa donde estaban los perros de la familia.