2 de diciembre de 1999
Segunda noche de luna llena
El aire se tornaba cada vez más espeso, casi irrespirable, mientras una espesa niebla se dejaba caer sobre el Pueblo. Las lluvias de la mañana habían cesado abruptamente. El intenso calor que las siguió hizo que el vapor se elevara desde los amarronados charcos y tornara el ambiente cada vez sofocante. Cuando caía el atardecer y la oscuridad iba apoderándose lentamente de todo, ya no queda absolutamente ninguna persona deambulando por San Antonio. Nadie se atrevería a salir esa noche. La noticia de la terrible muerte de los Tello se esparció a cada rincón del pueblo y con ella también se esparció el miedo. El terror de ser las siguientes víctimas se extendió como una enfermedad imparable llenando los corazones de los pobladores. Todas las familias permanecieron en sus hogares, cerraron y trabaron con lo que tuvieran a su alcance todas las puertas y ventanas.
Las horas pasaban y el ambiente era cada vez más tenso. El viento agitaba las copas de los arboles creando sonidos espeluznantes. Los perros ladraban sin control como si estuvieran poseídos y la niebla fue haciéndose cada vez más espesa impidiendo toda visibilidad, dando al pueblo un aspecto aún más aterrador y solitario.
El corazón de los pobladores pareció detenerse cuando el reloj marcó la medianoche. Los ladridos cesaron de manera repentina como si algo hubiera espantado de muerte a los pobres perros. El viento redujo su intensidad y se produjo un siniestro silencio. Fue en ese momento que se pudo escuchar el temible aullido de la bestia, tan potente que pudo oírse hasta en el hogar más lejano del poblado.
Los aullidos se sucedían uno tras otro como un lamento infernal.
– Eso se oyó muy cerca. – le dijo un asustado Franco a su hermano.
– No te preocupes. Debe ser solo el viejo perro de los vecinos. – Le respondió Jonathan intentando calmarlo sin éxito.
– No es el perro del vecino. Ningún perro aúlla de esa manera. Escúchalos. – Le respondió el pequeño mientras permanecía mirando con preocupación desde la ventana intentando ver aquella cosa.
– Sal de ahí. Sea lo que sea es mejor no llamar la atención. Y no te preocupes tanto hermano, aquí estamos a salvo. – Le dijo Jonathan señalando el gran ropero que habían colocado con gran dificultad en la puerta principal.
Los aullidos no cesaban, aquel ser del averno parecía desafiar a los pobladores a ir tras él. Todos observaron por sus ventanas intentando ver a la criatura, pero no lo conseguían, la oscuridad reinante la ocultaba con su negro manto.
En la comisaria del pueblo Tom le recriminaba enfurecido a su personal.
– ¡Malditos cobardes! Tenemos que salir a matar a esa condenada bestia. ¡Sea lo que sea! – Les recriminaba a sus agentes mientras golpeaba su escritorio con el puño.
– Pero Jefe. Usted mismo le disparó a esa cosa y las balas no le hicieron nada. Si salimos el hombre lobo nos matará como a las niñas. No estamos preparados para esto. – Intentaba convencerlo el Sargento Vega espantado de muerte.
– ¡Me importa un carajo! No podemos dejar que esa cosa se pasee por el pueblo sin hacer nada. ¡Somos la policía maldita sea! Esa cosa es solo un animal. Si nosotros no protegemos a las personas ¿Quién lo hará? No pienso dejar que sigan muriendo inocentes. – Volvía a recriminar el comisario, pero sus agentes no estaban dispuestos a salir.
Entonces unos fuertes golpes en la puerta de la comisaría interrumpieron la discusión. Los policías cargan sus armas y se dirigen hacia la entrada.
– ¿Quién es? – grita Tom con tono intimidante.
– Soy yo. Pedro. Pedro Stevenson.
Tom abre lentamente la puerta y ahí estaba, el señor Stevenson, portando su viejo rifle. Su cara presentaba el cansancio de varias noches en vela, pero su intensa mirada no reflejaba cansancio ni abatimiento, sus ojos parecían resplandecer llenos de una profunda ira.
– ¿Qué demonios creen que hacen escondidos como unas sucias ratas en lugar de ir tras de esa cosa que mató a mis pequeñas? – les recriminó furioso.
Los agentes solo pudieron agachar la cabeza en señal de vergüenza. Frente a ellos tenían al padre de dos pequeñas cruelmente asesinadas en busca de justicia y ellos, solo pensaban en esconderse.
– Tienes razón Pedro. Hay que ir a matar esa maldita cosa. – Le contesta Tom mientras va en busca de una escopeta y coloca su viejo revolver en su cintura.
– He escuchado que esa cosa es un hombre lobo. Dime. ¿Es eso cierto?
–Pedro, realmente no sé qué era esa cosa. Era un monstruo. Es algo que jamás había visto ni en mis peores pesadillas. Le disparé directamente pero no le he hecho daño alguno. Solo puedo decirte que esa criatura no era humana.
–Pues bien. Humana o no. Esa cosa se muere hoy. Pagará por lo que les ha hecho a mis niñas.
–Pero Pedro, necesitamos algo más si queremos acabar con esa bestia.
–¿Que no sabes nada de hombres lobo? Solo necesitamos balas de plata. – le dice Pedro mientras arroja en el suelo un pequeño bolso de tela negro con muchas municiones. – Las fabrique especialmente para ese bastardo. ¿Vendrás conmigo o no?