Presagio De Muerte

Parte XXV

1

06 de diciembre de 1999

18:00 hs.

Cuando Franco Jakov abrió sus ojos todo estaba oscuro. No podía distinguir nada más que una tenue línea de luz a lo lejos, parecía ser una puerta entreabierta. Intentó levantarse, pero algo lo jaló hacia tras haciendo que cayera sentado nuevamente. Entonces sintió el peso de las grandes cadenas que lo sostenían alrededor de la cintura, otras alrededor de sus piernas y otra pesada cadena lo sostenían bajos sus brazos pasando por sobre su pecho. Enormes candados unían las cadenas alrededor de una enorme biga de madera, atrapándolo como si fuera un famélico animal de circo. Asustado tiró inútilmente de sus ataduras, pero era imposible. Estaba prisionero.

Cuando su visión se acostumbró poco a poco a la oscuridad, Franco reconoció de inmediato el lugar, era el viejo granero de su casa, aquel lugar donde se almacenaba parte de las cosechas y las herramientas de su padre. Alrededor había grandes bolsones de arpillera con parte de la cosecha anterior. Algunas moscas se posaban sobre ellas. En el techo, pequeños agujeros dejaban entrar pequeños rayos de luz como si fueran estrellas en el firmamento. Recuerda que su padre jamás le había permitido entrar allí. Las puertas siempre estaban cerradas con un gran candado del cual solo él tenía la llave.

Recuerda haber entrado una vez a escondidas cuando su padre se había olvidado de cerrarlo. Todo estaba igual, inalterado, como si se hubiera retraído a aquel momento de su niñez. Recuerda ese momento muy claramente, porque fue un momento de un miedo terrible. Aquella tarde, la tristeza lo agobiaba, su hermano acababa de marcharse. Fue inútil pedirle que se quedara, de igual modo se marchó. Su padre permanecía sentado en el sofá viendo la televisión, como si no le afectara en lo más mínimo la partida de su hijo mayor. Como si sintiera que era algo que debía suceder y que a él no le afectaba. Pero Franco estaba destruido. Tenía cinco años en ese entonces. Jonathan no solo era su hermano, era su mejor amigo. Era quien lo acompañaba cuando tenía miedo.

Permaneció sentado en el viejo tronco caído, mirando hacia las cosechas bañadas por la luz naranja del atardecer. A lo lejos veía como las aspas del destartalado molino giraban lentamente, empujado por el viento invisible. Y a lo lejos, más allá del molino, perdido entre los altos tallos del amarillento maíz, sobresalía el techo del viejo granero. Las paredes de madera estaban grises, hinchadas y arqueadas por la humedad y su techo de viejas y oxidadas chapas le daban un aspecto siniestro. Su padre le había prohibido ir a ese lugar. Decía que era peligro, que podría derrumbarse, que había clavos oxidados sobresalidos de la madera, listos para infectarte de tétanos. Siempre había un motivo por el cual no podía ingresar al granero. Pero esa tarde, sumido en su tristeza, el pequeño se puso a caminar por los altos maizales. Caminaba en línea recta, o al menos eso pensaba, secándose las lágrimas. Se preguntaba el por qué su hermano lo había abandonado.

Caminó durante un largo rato. La luz del sol comenzaba a desvanecerse poco a poco en el horizonte, cuando sin darse cuenta emergió entre los cultivos frente al viejo granero. De cerca lucía más aterrador de lo que parecía desde la ventana de su habitación. Con sus paredes inclinadas hacia adelante como si estuviera a punto de caer ante la más mínima brisa. Sin embargo, no lo hacían. Fuertes y gruesas bigas, profundamente clavadas al suelo se aseguraban de que el granero resista. Franco notó algo, las enormes puertas por donde ingresaba la camioneta para cargar la cosecha estaban cerradas con un gran candado, sin embargo, la pequeña puerta lateral estaba abierta, abriéndose y cerrándose lentamente mientras sus viejos tablones de los que estaba hecha crujían.

El pequeño estaba a punto de volver, pero el chirriar de la puerta abriéndose y cerrándose parecía estarlo llamando. Finalmente, su curiosidad pudo más que su miedo y decidió echar un pequeño vistazo. Sujetó la puerta con sus pequeñas manos. La abrió lentamente y la dorada luz del atardecer iluminó el interior revelando los grandes bolsones con la última cosecha de maíz. El amarillo de las mazorcas recientemente arrancadas de las plantas resaltaba por sobre la parte superior de las grises bolsas abiertas. Los tablones del piso chirriaron ante el paso del niño. En las paredes de madera colgaban las herramientas de su padre, rastrillos, hachas, machetes, de todo tipo y tamaño colgaban de grandes ganchos metálicos. El aspecto del granero era sombrío y siniestro. El aire se sentía denso y sofocante, como el aire repleto de humo de un incendio. Súbitamente, el miedo lo invadió de manera repentina como el ataque de un feroz depredador al saltar sobre su presa. Sintió la necesidad de escapar de allí corriendo lo más rápido posible a la seguridad de su hogar, pero entonces un siniestro alarido lo petrífico. Sus piernas temblaban incesantemente, las sentía como gelatina, como si estuvieran a punto de desmoronarse como un castillo de naipes ante una ráfaga de viento.

Franco permaneció en silencio. Solamente se escuchaba el sonido de su respiración, que en la soledad de aquel granero parecía amplificarse aterradoramente y el sonido espeluznante de los cuervos posándose en el tejado intentando ingresar para hacerse de los granos de maíz.

Franco comenzó a alejarse, acercándose hasta la puerta, hasta la seguridad del exterior. De nuevo aquel alarido. El sonido era más bien como un quejido lastimero, como el que produciría alguien luego de ser sometido a un dolor indescriptible. Nuevamente el desgarrador lamento.




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