Aunque los golpes dolían, creo que lo peor llegaba después, cuando tocaba curarme las manos y las vendas impedían que pudiera pasar bien las páginas de mi libro.
Suspiré con desespero cuando por enésima vez, la fina hoja se quedó pegada en el líquido blanco que una de las criadas había untado en mis manos para acabar con el ardor. No me quedó más opción que levantar la mirada y observar lo que sucedía a mi alrededor para no morir de dejadez.
A unos cuentos metros, no muy lejos de la puerta de entrada, estaban Elisa y sus amigas jugando canasta y tomando té. Cecilia, una chica baja y regordeta que le gustaba exhibir sus senos en apretadas blusas, le susurró algo al oído a Trevor, un chico (o debería decir, chica) de anteojos y excesivo maquillaje.
Miré que ambas bajaban sus miradas hasta la parte posterior de Alan, uno de los amigos de Iker que jugaba fútbol sin camisa al otro lado del jardín. Trevor, o Trina (porque hacía poco se había cambiado el nombre) no pudo evitar sonrojarse cuando el chico se volteó y les guiñó el ojo.
Puse los ojos en blanco. Si supieran que Alan solo buscaba meterse entre sus sabanas se lo habrían pensado dos veces antes de devolverle una sonrisa coqueta. O quizás por eso lo hicieron, porque conocían sus intenciones y eran unas escurridizas.
Yo estaba al corriente de esto porque semanas antes escuché que Erik le decía a Alan que antes de casarse debía de acostarse con cuantas chicas pudiese, o chicos, si le apetecía.
No es que a mí me gustara escuchar esa clase de conversaciones, pero por algún motivo siempre terminaba en medio de estas cosas. Supongo que ese era mi problema, lo notaba todo, pero nadie me notaba a mí. Era un bendición y maldición al mismo tiempo.
— ¡Penal!, ¡es penal! —Gritaron varios chicos cuando uno de los de su equipo cayó al suelo de bruces.
Puse los ojos en blanco.
Me gustaba el jardín, era mi lugar preferido de la mansión después de la biblioteca. Había varias estatuas y fuentes en varias áreas del jardín, árboles a los alrededores que daban la sensación de rozar con sus cúspides el cielo, y lo que más me gustaba eran los arbustos y flores que rodeaban las entradas a la mansión.
La vista aquí era increíble, era un pena que yo casi no salía al jardín. Por algún motivo, la mansión de cristales era como el centro de reuniones de la ciudad. Todos los nobles venían a firmar sus contratos aquí, o a pasar el rato con sus amigos. Por ende, la mayor parte del tiempo el jardín se mantenía lleno, ya fuese por las visitas de Madame o las de sus sobrinos; además, como siempre estaba ocupado, las mesas también, y me tocaba sentarme en una banca en dónde tenía que estar más recta que una espiga.
Por eso, y porque odiaba los mosquitos, prefería pasar el rato en la biblioteca. Era el único lugar en la casa que se mantenía vacío.
Los atronadores sonidos que hacían los chicos me daban jaqueca. Era como escuchar a un montón de simios gritar al mismo tiempo mientras que una manada de hembras en celo babeaban a su lado. Una escena realmente indignante de apreciar. Me daba la impresión que mientras más primitivos se comportaban más llamaba la atención de las chicas.
No era mi caso, por supuesto. Yo despreciaba todas las personas que estaban a mi alrededor. Cada uno de ellos en algún momento de mi vida, habían hecho algo que me dejó llorando la noche entera.
Cecilia, por ejemplo, derramó vino sobre mi vestido blanco e hizo creer a todos que me había bajado la regla. Trina solía criticar descaradamente sobre la manera en la que me vestía, o como comía, o lo gorda que estaba; sobre cualquier cosa que le causara gracia a ella y a los demás.
Sin embargo, eran los golpes de los varones los que más daño me hacía. Normalmente solo me gritaban groserías o jalaban el mi cabello, pero cuando estaban ebrios me usaban como saco de boxeo en el que liberaban todo su estrés.
Me toqué uno de los costados lastimados y di un respingo. Tenía la sensación de que con cada día que pasaba los golpes de Iker se hacían más fuertes. Seguramente era por todo lo que su tía le exija, últimamente había estado golpeándome más de lo normal.
— ¡Gol! —Chillaron las chicas saltando de sus sillas y aplaudiendo como focas de circo. —¡Gol!
¿Por qué tenía que estar la biblioteca cerrada? La señora Foster, encargada de esa sección de la mansión, me había dicho que Madame había mandado a reparar unas estanterías y que era muy peligroso estar adentro. No es por nada, pero yo prefería que me cayera un libro encima a tener que convivir con esas personas. Claro, si estar al otro lado del jardín se le puede considerar convivencia.
A Madame So no le gustaba que después de clases nos encerráramos en nuestras habitaciones. Decía que teníamos que hacer algo productivo para evitar convertirnos en unos ermitaños, y aunque la mayor parte de mis reglas y privilegios eran distintos a la de Iker y Elisa, esa era una orden que también aplicaba para mí.
Tal vez podría ir a la cocina y pedir algo para comer, o quizás sentarme en una de las salas y ver televisión, mis opciones eran algo limitadas con las manos vendadas. La institutriz Gates se había excedido un poco con los golpes, pero lo bueno era que esa había sido nuestra última clase y ya no tendría que volver a verla.
Suspiré y me levanté de la banca con el libro de Tchaikovsky en las manos. Sonreí al leer el nombre del apuesto señor Taylor en una de las páginas de la novela. Taylor Dupois era el tipo más encantador que jamás había leído en mi vida. Él si era todo un caballero, no como estos monos con los que me tocaba tratar.
Pensaba en esto cuando de repente, el libro salió disparado de mis manos y un golpe en seco dio con mi barbilla.
Escuché las risas de Elisa y sus amigas desde el otro lado del jardín, y por un instante quise que la tierra me tragara. Que despreciara a estas personas no significaba que no me importara lo que pensaban sobre mí; en realidad, creo que les daba más importancia de la que merecían. Tal vez sea algo de la adolescencia, querer encajar en un grupo por más contradictorio que esto sea.