Prohibido para ambos

Capítulo 2

El dolor siempre ha estado allí, instalado en ese rincón oscuro de mi ser. ¿En qué demonios me convirtió ese infeliz? De una chica llena de vida, con sueños que iluminaban cada paso, a una mujer solitaria que desconfía hasta de su sombra.

¿Así se siente la paz? Lo dudo. Lo único que hago es reflexionar, escarbar entre los restos de mi pasado buscando respuestas que no llegan. Si tan solo no hubiera conocido a ese hijo de puta, mi historia sería otra. Completamente distinta.

Arruinó mi vida de una forma que jamás imaginé posible. ¿Cómo alguien puede infligir tanto dolor? ¿Tanta amargura? Benjamín está podrido hasta el alma, y su única habilidad parece ser arrastrar a otros a su agujero, a ese abismo donde él habita y desde donde destruye todo lo que toca.

Mi mente no deja de trabajar, y en ese proceso solo busca algo, cualquier cosa que me ate a este mundo. Pero... ¿de qué sirve? ¿Esto es estar muerta? Pensé que, al menos, mi mente trabajaría para olvidar, para enterrarlo todo. En cambio, se mantiene intacta, recordándome constantemente la miseria que cargo día y noche.

—Por favor, responde... —una voz suave y temblorosa rompe el eco de mis pensamientos.

Abro los ojos con pesadez, el pecho ardiendo, los pulmones exigiendo oxígeno. ¿Será esta la luz blanca que tanto mencionan? ¿Aquella que me guiará al descanso eterno?

—Sé que puedes hacerlo. Por favor. —La misma voz, suplicante esta vez.

El agua parece inundarme por dentro, llenando mis pulmones, ahogándome en su abrazo. Necesito expulsarlo, pero el sentimiento de agonía es tan fuerte que paraliza mis sentidos. Mi cuerpo reacciona antes que mi mente, y de repente toso incontrolablemente. Siento mis manos apoyarse en algo duro mientras intento buscar aire desesperadamente. El agua sale disparada de mi boca.

—Tranquila... tranquila —una voz grave y firme me devuelve al presente. Siento una mano cálida tocando mi espalda, dando ligeros golpecitos que me ayudan a liberar el líquido restante.

Por fin respiro, aunque con dificultad, y mis ojos comienzan a abrirse. Maldigo internamente cuando reconozco lo que ha sucedido: alguien me ha salvado. Una lágrima silenciosa se desliza por mi mejilla al comprenderlo. Ni siquiera para morir soy buena.

La frustración me consume, y las lágrimas comienzan a caer sin control. El desconocido, en lugar de alejarse, envuelve mi cuerpo en un abrazo cálido. No me importa. Lo único que deseo es llorar.

Pero luego el pánico se instala. Me aparto con lentitud, y al hacerlo, un aroma masculino, intenso y amaderado, se filtra en mis fosas nasales. Me detengo, insegura, y mis ojos se encuentran con los suyos. Dios... esos ojos. Un gris tan profundo que parece contener tormentas enteras.

—¿Quién demonios te crees para no dejarme morir? —escupo, cargando mis palabras con todo el veneno que puedo reunir.

Él parpadea, claramente tomado por sorpresa. Es comprensible. No todos los días salvas a alguien de morir y esa persona te reclama por ello.

—Soy una persona que no podría quedarse de brazos cruzados viendo cómo alguien acaba con su vida. —Su voz es firme, pero hay un dejo de molestia.

—No tenías derecho. —Me levanto lentamente, sintiendo el frío que invade mi cuerpo. Cruzo los brazos alrededor de mí misma, buscando algo de calor.

—Y yo no iba a dejarte morir.

—Ni para eso sirvo... —susurro, aunque lo suficientemente alto como para que me escuche.

Mis sollozos vuelven con fuerza, desgarrándome desde lo más profundo. Él intenta acercarse, pero retrocedo instintivamente. No puedo soportar que ningún hombre esté cerca de mí.

—¿Por qué querías morir? —pregunta con cautela, como si eligiera cada palabra con cuidado.

—Porque cuando el dolor se vuelve insoportable, cuando no puedes seguir luchando contra la corriente, lo único que deseas es dejarte ir... desaparecer. —Las palabras salen entrecortadas por el frío que cala en mis huesos.

—Toma mi chaqueta, estás temblando. —La extiende hacia mí, y aunque dudo al principio, termino aceptándola. Su gesto parece desinteresado, pero mi mente está entrenada para sospechar.

—¿No quieres nada a cambio? —pregunto, temerosa, con la voz quebrada.

—¿Por qué querría algo? —Su tono es casi ofendido, como si la idea misma fuera absurda.

No respondo. Me limito a colocarme la chaqueta, que inmediatamente empieza a calentar mi cuerpo.

—Me tengo que ir. —Muerdo mi labio con nerviosismo, queriendo escapar.

—Espera. —Su tono me detiene. El miedo me recorre como un rayo, y mi cuerpo se tensa.

—¿Qué? —susurro apenas, temiendo lo que pueda decir.

—Prométeme que no volverás a intentarlo. No sé qué sucede en tu vida, pero esta no es la solución. Encuentra algo que te haga aferrarte a la vida.

Sus palabras son sinceras, pero no prometo nada. Me doy la vuelta y me marcho, con el cuerpo destrozado por el frío y la mente aún más pesada.

Al llegar a mi auto, el llanto regresa con más fuerza. No quiero seguir viviendo. ¿Es tan difícil de entender? Conduzco de vuelta a mi infierno, aquel lugar que llamo hogar pero que no es más que un recordatorio constante de mi sufrimiento.

Gracias a Benjamín, ya no creo en nada, ni siquiera en mí misma. Sólo creo que merezco este dolor, que fui una ilusa por entregarle todo. ¿Por qué sigo aquí si solo sufro?

Cuando llego a casa, todo está oscuro. Respiro aliviada al notar que no está. Abro la puerta con cuidado y entro en silencio. Si supiera que llegué tarde, no quiero ni imaginar el castigo que me esperaría.

En mi habitación, un reflejo en el espejo capta mi atención. Me detengo. La chaqueta del desconocido aún está sobre mí. Paso un dedo por la tela, dudando, antes de esconderla en lo más profundo de mi armario, dentro de una vieja caja de recuerdos.

Me baño mientras busco soluciones, pero todas parecen imposibles. ¿Abandonarlo? Eso sería firmar mi sentencia de muerte. Suspiro con cansancio, temiendo tanto vivir como morir.




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