La persistencia de Manel O’Connor no disminuyó ni un poco en los últimos días y el par de chicos enamorados, comenzaban a notarlo, en especial Hansen. Y como cualquiera se sentiría estando en su lugar, le molestaba e irritaba. No era como si Manel fuera discreto, no señor, era lo más indiscreto posible, como, por ejemplo, aquella ocasión en la que los patrulleros invitaron a Hansen a comer en su tiempo de descanso y Manel se les pegó como sanguijuela, sacando otra vez el tema de los misterios de Whippersnapper Town con el fin de que el huérfano volviera a mencionar lo del pueblo, no obstante, este solo se dedicaba a hablar sobre las calles, los locales y las avenidas que más le gustaban. El Intendente Jefe estaba tan impaciente y al borde de gritarle, exigiéndole explicaciones sobre su sobrenatural relación con los seres del más allá, pero algo lo detuvo: la llegada de Elizabeth y una vecina por la zona.
Elizabeth ni siquiera se había enterado de que los chicos comían cerca suyo, en un puesto de comida rápida que estaba al aire libre, de hecho, se enteró porque el radar de amor del regordete de Napoleón se activó y como un perro feliz por ver a su dueño que mueve su colita con rapidez, saltó de su lugar y caminó con una gran sonrisa hacia ella, mencionando su nombre varias veces.
—¡Lizzy! ¿Qué haces aquí? ¿De paseo con las amigas?
—¿Lizzy? —Elizabeth levantó una ceja.
Ambas señoritas intercambiaron miradas y rieron dulce.
—Me pareció tierno llamarte así, ¿te molesta?
—No, no. Para nada —la rubia sonrió —. ¿Qué pasa, Napoleón?
—¿Tienes un momento para hablar conmigo?
—Oh, por supuesto. ¿Ocurre algo?
Napoleón guardó silencio y clavó sus ojos sobre la vecina. La vecina entendió el mensaje, dejó a Elizabeth a solas bajo el pretexto de comprar algo de pan para su esposo en lo que conversaban.
Al quedarse solos ellos dos, Elizabeth sostuvo su brazo y ladeó la cabeza. Su sonrisa permanecía igual.
Napoleón aclaró la garganta.
—Me preguntaba si tenías planes para este catorce de febrero.
—¿Esto se trata de una cita? Pensaba ver el final de mi novela, pero si tienes mejores planes que el final de mi novela, me encantarían escucharlos.
Las últimas tres palabras vaciaron la mente del patrullero, sus ojos se perdieron en la belleza de las pecas de Elizabeth y sonreía como estúpido por eso.
Más lejos de ellos dos estaba Hansen, siendo detenido por Manel, pues no se contuvo y exigía que le explicara lo que quería, mientras lo sostenía de sus extremidades.
—¿Te encuentras bien? —agregó Elizabeth.
—Yo… ¡sí! Perdón…
—Da igual. ¿Qué vas a decirme? Mi amiga está por salir de la panadería.
—Ah… ¡Soy un buen cocinero! Puedes venir a mi casa y te prepararé la mejor cena de tu vida, incluso puedes invitar a Hansen. Él puede jugar con mi hija, Anelisse…
—Qué lindo eres, pero Hansen ya es un adulto para estar jugando a las muñecas. De todas maneras, me encantaría conocer a tu pequeña, adoro a los niños. ¿Me pasas la dirección con Hansen? ¿Sí? Gracias. Por cierto, cuida a Hansen ahora que están todos juntos fuera del trabajo.
Moviendo su mano de lado a lado, Elizabeth se despidió y se acercó a la panadería, poco después salió su amiga y ambas caminaron hasta salir del campo visual del patrullero.
Napoleón entre suspiros volvió con el resto y le ayudó a Hansen a deshacerse del agarre de su superior y de los otros patrulleros.
—Tú… —murmuró Hansen.
—Antes de que pienses que me acerqué más de lo que debo a Lizzy o que me le declaré, te diré que no. Lo único que hice fue invitarla a comer a mi casa y también a ti, pero me dijo que no era necesario que vinieras. Cúlpala a ella, no a mí.
El hombre encogió los hombros, mostrando una sonrisa llena de victoria y dejó por completo el tema de lado. Siguieron con la comida, apresurando sus mordidas por la cantidad de tiempo que restaba de su recreo.
Si diéramos un salto temporal de las horas que tuvieron que transcurrir para que la noche llegara y aguardara con impaciencia el día de San Valentín, se podría asegurar que los nervios de Napoleón abrumaban su mente, a tal punto en el que sus párpados no querían tan siquiera juntarse para parpadear. Daba vueltas en la cama repetidas veces, destendiendo la funda y dejando caer las almohadas. A pesar de que el clima era frío, la habitación del patrullero enamorado emanaba calor. Las veces en las que podía domar sus nervios y se detenía a observar el techo, solo podía pensar en el delicado rostro de la mujer de cabellos dorados, ojos océano, con un polvo de pecas sobre sus mejillas y parte de sus pómulos; pero eso no era todo, también fantaseaba con lo que podría ocurrir por la mañana, porque claro, faltaría al trabajo y pedir permiso no estaba en sus planes. Alimentar a su mente con esa clase de sueños lo hacían perder el control de sus nervios y volver a rodar en su colchón, era un círculo vicioso.
Cuando el sol pateó las cortinas de Napoleón y entró como vándalo a su habitación, este abandonó su cama, luego la habitación y después bajó las escaleras. El quehacer había comenzado. Barría como si el diablo lo persiguiera, trapeaba el suelo como si su vida dependiera de ello. Durante su minuciosa limpieza en la cocina, la pequeña Anelisse bajó las escaleras; un camino de baba seca recorría su cara, saliendo de la comisura de sus labios y cayendo hasta su barbilla.
Editado: 02.05.2022