Provócame

EMMA

Subimos al elevador, Camila no dejaba de preguntar en qué calle estaba el edificio al que íbamos. Con una sonrisita pícara apaché el cero, como me había indicado el señor atractivo. El elevador comenzó a subir. Los ojos de mis amigas se quedaron como platos, esperando ver a dónde las llevaba. Las puertas se abrieron, revelando un gran salón de recepción. La música retumbaba del otro lado de la puerta y las pláticas de un mar de personas, acompañadas de gritos y risas estúpidas nos llegaron a los oídos. En ese mismo momento me arrepentí de haber subido. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí? Ni siquiera me sé su nombre, puede ser un violador o un… recordé ese cuerpo y mis reacciones nerviosas me llevaron al borde de la locura. Me giré, llamando de nuevo al elevador que no tardó ni cinco segundos en abrirse. Esto era patético.

—De eso nada —dijo Camila, con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba emocionada—. No venimos hasta este lugar para que decidas dar la vuelta e irte de regreso a casa.

—¿Hasta este lugar? ¡Demonios, Cam! Solo subimos seis pisos en elevador. Creo que no es una buena idea. Anda vamos a Sangría.

—¡Ni loca! —respondió Anna, tocando el timbre del ático. Me quedé como piedra esperando a que el señor musculoso viniera. Pero no fue así.

Un hombre de saco negro y camisa blanca vino a abrir la puerta. Tenía la pinta de ser un camarero de alta. Pensé un minuto en cómo iba a presentarme, ni siquiera sabía su nombre. Estaba a segundos de hablar cuando el camarero nos indicó que pasáramos adelante.

El lugar no era, ni un poco, lo que había imaginado. Por alguna razón imaginé algo formal, con muebles de madera, sillones ingleses, ángeles decorando las mesas, pero no. Este lugar era tan moderno como nuestro apartamento. En lugar de paredes, la habitación estaba rodeada de ventanales, tres veces más ventanas que nuestro apartamento. Los sillones eran de un café claro y la mayor parte de la habitación estaba decorada con el mismo color mezclada con blanco y detalles negros.

La gente se aglomeraba como si estuviera dentro de un corral. Logré divisar las escaleras que llegaban a la segunda planta y sentí curiosidad. Dejé de pensar, mis movimientos estaban sincronizados con los de Camila y Anna. Me llevaron hasta un lugar que parecía ser una barra. Detrás estaban los chicos sirviendo bebidas haciendo un show total, entre ellos tres mujeres en paños menores y los dos chicos con el pecho totalmente descubierto y músculos marcados.

—¡Hoy sí te superaste Em! —dijo Cam viendo al hombre preparar un cubalibre.

—No sabía que era este tipo de fiesta —fruncí el ceño maldiciendo en voz baja, la antigua yo hubiera estado pidiendo unos chupitos para empezar la fiesta. Este lugar me recordaba a mis antiguas organizaciones.

—¡Me encanta! —gritó Anna—. Tenemos que pedir una margarita, o un mojito o quizá mejor…

Siguió mencionando todos los tragos que se le venían a la mente, ella no era como Cam y yo que preferíamos los tragos fuertes. Ella era un poco más del tipo de chica de coctel. Las chicas se acercaron a la barra, supuse que ya sabían qué pedirle al chico de los músculos marcados. Él les dio una sonrisa asintiendo lentamente, era de suponerlo, ¡estaban coqueteando con él!

Di media vuelta para buscar al chico que me había invitado a esta locura. No me di cuenta de cuán lleno estaba hasta que di media vuelta y me topé con un gran pectoral. Lo primero que capté fue el aroma a colonia, una colonia deliciosa, de menta mezclada con limón. Me fijé en la camisa de botones negra. Retrocedí algo apenada para encontrarme con un par de ojos azules. Las comisuras de sus labios se elevaron al verme. ¡Dios mío! Me estaba derritiendo.

—Me alegro de que pudieras venir —dijo encogiéndose de hombros—. Lamento que siempre tengas que chocarte conmigo de esa forma.

Me quedé perpleja aún observándolo, verlo vestido de ese modo hizo que me dieran ganas de arrancarle la ropa de un tirón. Deseaba verle otra vez esa figura marcada y bronceada. Suspiré de forma instintiva. No capté que tenía cara de idiota hasta que él comenzó a reír, tomándome del brazo para llevarme a la barra. En algún momento sentí su mano bajar hasta mi cintura.

—¡Mike! —dijo con tono amigable—. Sírvele uno especial a esta bella dama. Creo que lo necesita.

Cam y Anna giraron para encontrarse con el hombre que estaba dando órdenes al barman al que coqueteaban. Las dos se quedaron como zombis al verme con el Dios del olimpo. Creo que Zeus sería una pasa a la par de este hombre.

—Creo que no tenemos el gusto aún de conocernos —dijo Cam.

—Definitivamente no, recordaría esas piernas —dijo el Dios del olimpo. No pude evitar tensarme, por su tono de voz. Presentía que lo decía como una broma pero… bueno, no lo conocía para decir si era o no una broma.

—Si vas a tomar a mi amiga de la cintura —Cam señaló su mano que reposaba en mi vestido blanco hasta el momento relajada como una pluma—, debes empezar por presentarte.

Sentí su mano apretarse contra mi cuerpo, su tranquilidad había sido abandonada. Me soltó de un tirón. Pensé unos segundos que iba a echarnos de su casa por la boca de Camila. Anna no apartaba los ojos del hombre como si estuviera estudiando sus reacciones. Le tendió la mano con una sonrisa en el rostro.

—Dylan McGuire —Cam le devolvió el apretón de manos, como siempre, segura de sí misma.

—Camila Roth y Anna Miller, es un placer.

Dylan, me gustaba ese nombre. Le daba personalidad a su aspecto. Me encogí de hombros sabiendo que no sabía mi nombre. Ya conocía a mis amigas y yo seguía siendo una completa desconocida.

Dylan se disculpó con mis amigas, dando una pequeña excusa que me dejó algo desorientada, tiró de mí hasta las escaleras en las cuales sin pensar empezó a subirlas. No estaba segura si debía pararlo en ese momento y exigir una explicación. Sentía curiosidad así que lo dejé que me guiase a donde fuera que tenía pensado. Justo cuando creía que la primera planta era exageradamente linda, no me había dado cuenta de lo perfecta que podría ser la segunda. Tres puertas cerradas permanecían a lo lejos de mi vista, las habitaciones debían ser enormes por el espacio tan reducido de la sala familiar. Caminamos hacia el balcón. Dylan aún me tenía sostenida de la mano. Su tacto era una sensación tan fascinante, como una droga a la que podría volverme adicta.




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