Día 1
Donna Hudson.
Año de 1983.
—Créeme lo que te estoy diciendo, Karen, lo estoy viendo y nadie me lo está contando. El tipo se está bajando de un taxi y no lleva nada más que una bolsa de plástico. Seguramente en ella guarda sus cuchillos.
—Donna, eso no es posible. Los guardias de la prisión nunca le darían a un exconvicto algo tan peligroso como cuchillos.
Y cuando el sujeto de afuera comenzó a inspeccionar el lugar, Donna trató de ocultarse entre la negrura espesa que proyectaban sus cortinas.
—No estamos hablando de un exconvicto cualquiera, sino de un asesino peligroso. De verdad, Karen, tengo mucho miedo, la policía nunca debió haber permitido que ese hombre saliera de prisión.
—Hermana —al otro lado del teléfono, Karen remolía un par de galletas—, el hombre cumplió su sentencia y ha sido liberado por buen comportamiento.
—Estupideces, esas no son nada más que estupideces. Cómo es posible que un asesino que mató a su propia esposa haya quedado libre. ¿En qué tipo de país vivimos? Y peor aún, que le hayan permitido establecerse en un suburbio en donde las mujeres caminamos libres por las calles. Simplemente no lo encuentro aceptable.
—Donna, respira e intenta calmarte. A Víctor Carcedo lo han analizado múltiples especialistas, y todos ellos estuvieron de acuerdo en ponerlo en libertad. El hombre está…
—¿Curado? ¡Un asesino no secura!
—Donna, no va a pasar nada. Trata de calmarte y no lo vigiles tanto, porque si él te descubre, podría denunciarte por acoso y entonces tú irías a prisión.
—¡Absurdo sería si eso ocurriera! Yo, una mujer que está preocupada por su seguridad, pudriéndome en prisión cuando el verdadero asesino camina libre —y sin más, Donna Hudson colgó el teléfono.
Día 8
Cuando Donna se mudó a su nuevo vecindario, la mujer no tenía intenciones de organizarse un jardín como la mayoría de sus vecinos sí lo tenían. Había visto por televisión el mantenimiento de éstos, y a su vez aseguraba que sería una gran inversión, así como una verdadera responsabilidad que le restaría tiempo a sus actividades diarias. El problema, para ella misma, es que Donna sí se sentía con ganas de tener uno.
—¿Por qué no compras flores artificiales si tanto es tu deseo de tener un jardín? No tienes que regarlas ni preocuparte porque el sol las pueda dañar —le había sugerido su esposo Evan.
Donna no le respondió al momento, dejó que el hombre se levantara y avistara la parte lateral de la casa. Al otro lado, una pequeña cerca de madera los dividía del famoso vecino al que Donna le tenía tanto miedo.
—¿Ya viste quién se ha montado su propio jardín? —la mujer le lanzó una mirada furiosa—. Vamos cariño, no me veas así, le quedó bastante bien.
—¿Sabes, Evan? Creo que sí, tienes razón, compraré flores artificiales porque de pronto se me quitaron las ganas de tener uno.
El hombre puso los ojos en blanco, cerró las cortinas y regresó al lado de su esposa. Al otro lado de la pared, Víctor Carcedo salía de su propia casa y se preparaba con guantes, herramientas y un sombrero de jardinería para plantar otro par de caléndulas. Hermosas caléndulas anaranjadas que tanto adoraba.
Día 12
El trabajo de Evan y Donna Hudson demandaba bastante tiempo de sus vidas. Por suerte, esto no se convirtió en un impedimento para que la joven pareja formalizara una relación, relación que al día de hoy está a punto de cumplir ocho años. Donna y Evan se conocieron en la época donde ella comenzaba a trabajar como camarera en un pequeño restaurante del pueblo. Aquella mañana de septiembre, Evan Hudson arribó al recinto acompañado de algunos compañeros de su trabajo, sin saber que ese mismo día conocería a una de las personas más importantes de su vida. Actualmente, ambos viven felices y tras haber prescindido de algunos gastos innecesarios, por fin pudieron adquirir una modesta casita en un maravilloso vecindario, lleno de jardines, personas amables y rosales que florecían la mayor parte del año.
El día miércoles, Donna se despertó muy temprano como de costumbre, se colocó su uniforme de camarera: un vestidito azul marino con las iniciales del restaurante bordadas en la parte izquierda del pecho, una cinta blanca que anudaba a su cintura, un par de zapatos negros y su pequeña bolsa de mano.
Se despidió de su marido dándole un tierno beso en los labios, y tras cerrar la puerta de su casa, simplemente se marchó. Le gustaba caminar por las calles pavimentadas, empujando su bicicleta y sintiendo en el rostro la fresca brisa de la mañana. A su alrededor, las buganvillas florecían y las jacarandas llenaban el cielo con sus hermosas copas teñidas de morado. Amó su vecindario desde el primer momento en el que lo vio.
De pronto, Donna se detuvo. Frente a ella su vecino Víctor Carcedo apareció cargando un enorme tanque de gas que intentaba bajar de su vehículo: un antiguo Volkswagen escarabajo del año 70.
—Buenos días, vecina —a Donna se le erizó la piel con solo escucharlo.
—Buenos días —contestó y siguió caminando.
—Disculpe, vecina, señora… ah… Hudson, ¿puedo hacerle una pregunta?
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Editado: 21.11.2024