Capitulo 29
—¿Me prometes que me apoyaras, pase lo que pase? —los ojos castaños de su novia con sus dieciséis años de edad lo miraban fijamente y él, no podía más que hacer lo que ella ordenaba. Estaba hipnotizado. —¿Qué siempre estarás conmigo?
Esas palabras resonaron una y otra vez en su memoria, no creía lo que oía. Le parecía imposible que ella creyera que eso era capaz de ocurrir luego de todo lo vivido junto. Se esforzaba diariamente por demostrarle cuanto la quería, pero nunca era suficiente. Ese hecho lo volvía loco.
—No sé que más tengo que hacer para que creas en mí. —dijo con sinceridad mientras tomaba su rostro con ambas manos y acariciaba su mejilla con delicadeza. A los pocos minutos ya estaba sonrojada y él más que contento con lo que había conseguido.
Llevaban poco tiempo, menos de medio año tal vez. Pero él sentía que había encontrado lo que siempre le faltaba, a su alma, a su cuerpo a todo de él. Maya era la persona con la que quería pasar el resto de su vida y haría todo lo que estuviera en sus manos para conseguirlo.
—Eres muy mayor para mí. —dijo ella —Hay mucha diferencias entre nosotros. No quiero que me rompas el corazón.
—La única diferencia, es que yo te quiero para toda la vida. —dijo luego de dejar un delicado beso en su labios entre abiertos. Todo su cuerpo se calentó ante el acto. —Y yo tampoco quiero eso. Mataría si es necesario con tal de evitarlo. —Dimitri besó su mejilla a la vez que ella lo abrazaba delicadamente. —Pero si te dejará más tranquila, lo haré. —suspiró mirándola fijamente a los ojos. —Te juro que siempre estaré para ti, pase lo que pase.
—Eres un buen muchacho. —soltó Maya con los ojos húmedos. —Nada que ver con lo que se dice de tu familia, de tu papá. —lo último lo dijo con un claro miedo que lo puso muy mal.
—Yo no soy como ellos, yo no soy mi padre. —le secó una lagrima suavemente. —Te lo juro.
Tenía resaca. Le dolía la cabeza y ni hablar del cuerpo, sentía como si lo hubieran arrollado una fila de camiones de carga. Pero sin embargo, había algo más dentro de todo ese malestar; paz. Una extraña paz que comenzaba a envolverlo apresuradamente. No quería levantarse de su sitio. Tenía miedo, mucho miedo de que esa paz desapareciera dejándolo de nuevo hundido en la oscuridad. Pero debía hacerlo, porque también se sentía inquieto. A la espera de lo que debía hacer después de todo lo vivido.
Respiró hondo antes de abrir los ojos lentamente, mucho tiempo había pasado que no se sentía de esa forma. Ya ni lo recordaba con claridad. Sin embargo, esas que vivían en su memoria habían sido por ella, gracias a ella. Y ahora estaba volviendo a ocurrir, y de nuevo, por ella.
Se encontró con una pequeña habitación. No había luz que lo escandalizara. Se veía todo oscuro, las cortinas estaban cerradas haciendo que los olores se conservaran más. El delicioso aroma a vainilla llegó con mas fuerza a él, Maya.
Estaba en su habitación, en su cama, abrazando sus almohadas, su aroma cerca de él. Tenía la mente borrosa, no recordaba casi nada. Sólo a ella diciéndole que estaba loco y que llamaría a la policía. No lo hizo, viendo dónde se encontraba.
Suspiro pesadamente mientras se sentaba sobre la pequeña cama sin dejar de abrazar la almohada. Ella no estaba, no había manera de que lo supiera.
Su vista viajó por todo el pequeño cuarto, juzgándolo. Sólo tenía una palabra para lo que sentía: odio. Lo odiaba, no podía imaginarla ahí, cuando él tenía tantos lujos, tanto dinero en vano. No había alguna manera que hiciera verlo bonito ante sus ojos.
Si estuviera en sus manos la llevaría a su departamento, en su enorme cama con calefacción adecuada al clima y un té para relajarla. Ella no se lo permitiría, claro estaba. Tomaba nota y el lugar era más pequeño que el estudio que tenía en el departamento. Sin embargo, en medio de su odio innecesario por el lugar, debía admitir una cosa; no quería moverse de ahí. Porque ahí estaba ella, todo de ella.
Notó que su cuadro no estaba. No supo que sentir ante eso. ¿Por qué lo quitaría? No hubo necesidad de pensarlo demasiado. Recordó con mucha más claridad de lo que le gustaría sus palabras al verlo ahí.
La verdad era muy distinta. En ocasiones le costaba admitirlo, pero en ese momento que sentía todo tan claramente, no. Le gustó verlo ahí y ahora ya no estaba, por su culpa.
Después de varios minutos decidió ducharse antes de irse, quería hacer tiempo para ver si llegaba, pero también quería irse rápido antes de cometer cualquier estupidez. Sentía todo su cuerpo pesado y doloroso, la ducha aunque chica, estaba impecable. Se notaba que Maya tenía todo muy bien cuidado, era una obsesiva. «Como siempre» pensó, y eso lo hizo sonreír sin saber muy bien por qué.
Al terminar, buscó en el armario una toalla ya que no encontró ninguna dentro del baño, cuando lo vio. Estaba tirado en una esquina como cuando un niño tiraba un juguete que ya no quería. El pensamiento lo hizo soltar una carcajada. Se imaginó a una enojada Maya arrojando el cuadro lejos de ella porque le recordaba a él. Por lo menos no se había deshecho de el. Sería una lastima, recordó haberlo pintando con mucho sentimiento y sólo él sabía su verdadero valor.
Lo tomó y lo colocó justo dónde lo había visto la primera vez que entró en el sitio, mataría por ver la cara que pondría al verlo ahí. Cuando lo hizo, observó que sobre la mesita reposaba una nota con palabras secas y precisas, dónde le daba la clara orden de estar fuera una vez ella llegara. Volvió a sonreír. Así que volteando el papel escribió lo que creía eran unas palabras de agradecimiento. Aunque más bien, escribió lo que sintió en ese momento.
Antes de salir del lugar tecleó un mensaje con carácter urgente. Sentía tranquilidad hasta que se alejaba de ella y debía salir de dudas rápido, porque el miedo si que sabía jugar con él cuando lo pensaba demasiado.
No se molestó en pasarse por la empresa, ella no estaría ese día, así que no había razón para estar ahí. Aún habían muchas cosas dentro de él que no estaban resuelta, que no estaban claras. Sin saber porque razón, Andrea siempre pasaba por su mente cuando pensaba en su engaño. De la misma manera que Erick y Carmelo lo hicieron en su momento, pero de ellos no obtendría nada. Aunque creía que ella no tenía nada que ver, estaba el hecho de que su padre se encargo de no hecharla de lado nunca. Lo hacía viajar con el único propósito de que la viera, lo hacía volver cerca del lugar dónde le habían roto el corazón sólo para que la visitara. Eso debía de ser algo, tal vez ella podía darle algo, por muy pequeño que fuera.
Llegó a la bodega sin mirar a nadie y entrando directamente a su oficina. Recostó la cabeza en el respaldar de la silla y cerró los ojos tratando de alejar el fuerte malestar que lo atormentaba.
—Aáron. —una voz llegó a sus oídos unos minutos después. Sintió de inmediato una repulsión dentro de él. Sólo tenía para decir que odiaba ese nombre, lo odiaba con todas sus fuerza. Era el nombre de su padre y lo quiso, no lo negaba. Sin embargo creía fielmente que por el hecho de que él había quedado al mando bajo ese nombre lo hacía inmediatamente ser él: su padre. Y eso lo enfermaba de gran manera. —Vine en cuanto vi tu mensaje.
—Si que fue rápido. —dijo él con fastidió.
A la rubia le dolieron un poco sus palabras, pero no mostró el sentimiento. Conocía demasiado a ese hombre para saber la respuesta que le daría mucho antes de pronunciarlas.
—Me importas, lo sabes. —él ni siquiera la miraba. Tenía los ojos cerrados con la cabeza recostada. —Por suerte desde que te trasladaste acá no me queda muy lejos.
Dimitri se veía lejos de la conversación, sólo asentía para mostrar que estaba escuchando.
—He pensado en lo que me dijiste la vez pasada.
Los ojos de la rubia se iluminaron, en muestra de clara esperanza.
—¿De verdad? —preguntó incrédula.
Dimitri se apresuró en responder al ver que no lo había comprendido del todo.
—Me dijiste que buscaba en ti a otra persona. —dijo al ver como el rostro se le oprimía. —Que esperaba que apareciera frente a mí y me llevara lejos. —ella asintió al verlo hablar con tanta seriedad.
—Puedo ayudarte con eso Dimitri. Lo sabes. —dijo ella con la voz firme. —Puedo hacer que ella deje de atormentarte.
Dimitri meditó sus palabras, una y otra vez el tiempo que estuvo en silencio. Que equivocadas pueden estar algunas personas, porque ella lo menos que podía era ayudarlo y mucho menos hacer que Maya desapareciera de él. Porque esa castaña era parte de su alma, y al hacerla irse, se perdería él también.
—No puedes. —sonrió sin gracia. —Porque no quiero que se vaya. —sus palabras se habían clavado en su pecho dolorosamente, pero no se lo hizo saber. Sólo se quedó sentada, quieta, a la espera. —Y más cuando me he dado cuenta de algunas cosas. —los ojos de Andrea estaban fijos, no mostraban ningún sentimiento en ellos. —Te llamé sólo para hablar contigo acerca de mi padre. —dijo mirándola con dureza. De pronto había palidecido, pero el fingió no notarlo. Debía mostrarse tranquilo si pretendía obtener algo. —Sé que sabes de que se trata. —dijo mirándola fijamente a los ojos. —Mi padre me contó Andrea. —le comentó él con delicadeza. —Antes de que lo mataran. La culpa tal vez lo hizo hablar.
La rubia abrió los ojos con mucha más sorpresa de la que imaginó.
—No me habías contado. —enrolló su cabello nerviosamente. —El señor Petrova no parecía ser un hombre de culpas.
Las palabras salieron de sus labios lentamente, con duda y eso fue otro punto que Dimitri no dejó escapar.
Le parecía absurdo escucharla decir eso, ya que en su presencia nunca los vio juntos, pero era eso; en su presencia.
Sin embargo, no estaba de más decir que imaginarlos le era asombrosamente fácil.
—No tengo porque hacerlo. —respondió mientras se masajeaba las cienes lentamente.—Eso lo sabes.
—¿Por eso no me has buscado más? —él la miró sin responder. —Sólo hice lo que tu padre me ordenó, yo no tenía nada en contra de ella.
Ahí estaba. Ese algo que buscaba, y le parecía una alucinación, algo que se le escaparía de las manos en pocos segundos. Su única esperanza se alejaba a pasó rápido al escuchar un ruido escandaloso. Pensó que había sido su mente creando distracciones, pero no. Poco después disparos y muchos gritos acompañaron al ruido.
Lo había perdido. Más disparos se escucharon a lo lejos haciendo que ambos se levantaran de golpe de sus lugares. Andrea comenzó a temblar y él sólo se preparó tomando dos armas cargadas dentro de uno de los cajones del escritorio.
—¡Aáron! —un hombre gritó entrando con rapidez. —La policía nos cayó. Carmelo dio el aviso.
—Maldición. —susurró él levantándose a la vez que se oían disparos a lo lejos. —Avisa a los muchachos, diles que no se muevan de la ciudad y que me ubiquen a Carmelo. ¡Pero ya!
—¡No! —la rubia comenzó a llorar desesperada presa de pánico. —Perdóname. No me dejes aquí, por favor. —los ojos azules se abrieron un poco al entender sus palabras, y ante eso, su corazón se paralizó por unos segundos.