Capítulo 40
Las palabras habían rondado una y otra vez en su cabeza. Era extraño, más que eso, era perturbador. El hombre frente a ella le hablaba de una manera que la inquietaba de gran manera.
—Quiero hablar con él. —dijo la joven controlando su respiración.
Carmelo asintió soltando pequeños murmullos demostrando con eso que no estaba bien del todo. Aunque siempre lo había mostrado sin temor alguno.
—Ya lo hiciste. —se rió. —Él vendrá pronto, te lo prometo. —se levantó con lentitud y Maya agradeció internamente que no se le acercara, sin embargo la manera que la observaba no la tranquilizaba en lo absoluto. —Vendrá a salvar a su dulce niña. Como todo un caballero que dices que es.
Y luego de decirlo acompañó la frase con una risa diabólica antes de dejarla sola. A Maya le pareció la risa de una película de terror. Era repugnante. Todo de él lo era.
Pasaron segundos, minutos tal vez horas. No sabía exactamente, pero cuando ya empezaba a entrar una pequeña luminosidad en la habitación procedente de una esquina, Maya comprendió que iba a tener que empezar hacerse la idea de que cabía la posibilidad de que nadie le encontrase. Es decir; estaba sola. Completamente sola. Era triste pensarlo pero básicamente no tenía familia, algún amigos de verdad, alguien que se preocupara por ella. Y Dimitri… siendo sincera con ella misma aún le costaba la idea de pensar que él no tenía nada que ver con lo ocurrido. Él era el jefe, estaría completamente loco si estaba detrás de todo eso. Lágrimas empezaron a caer por sus mejillas. Aquellos pensamientos la hicieron llorar un rato más mientras el miedo seguía presente por todo su ser, aumentando cada vez más.
Carmelo había vuelto a entrar por un leve momento. No lo negaba, sí que empezaba a temerle un poco. Él en cambio no se le acercó del todo. Se había quedado observándola por un largo rato y luego había colocado un trapo justo en la esquina donde entraba la poca luz. Ese hecho la aterró por completo. No sabía que pretendía hacer, pero no era para nada bueno.
La había dejado a oscuras durante largos minutos, minutos en los que el miedo de Maya aumentaba; el no saber dónde estaba ni cuánto tiempo la pretendía tener ahí, el pensar en que podía hacerle algo. Se encontraba atada y podía hacer con ella lo que le diera la gana. Sorbió y a su vez escuchó la risa de Carmelo al otro lado.
Cuando se marchó completamente del lugar intentó tranquilizarse, respirando hondo por largos minutos, escuchando únicamente su propia respiración acelerada.
Sin embrago sólo duró un tiempo corto ya que se había vuelto a poner en alerta cuando con la cara sudorosa y el rostro más temible que nunca volvió a aparecer Carmelo frente a ella.
Se acercó con un movimiento rápido y le soltó las muñecas con demasiada brusquedad. Cuando Maya observó lo que llevaba en una de sus manos intentó alejarse de él lo más que pudo. Sin embargo Carmelo fue más rápido y clavó la punta de la pistola en un costado de su cuerpo haciéndola temblar.
—Camina quietecita si aún aprecias tu vida. —le dijo al momento que la dañaba con la presión del arma.
Maya de pronto entro en trance.
—Por favor… —dijo entre sollozos cuando por fin comprendió que ese hombre era capaz de cualquier cosa.
—¡Cállate! —dijo empujándola hacia una puerta que la cual daba de frente con un pasillo a oscuras.
Aquella falta de luminosidad le ponía de los nervios cada vez más y el pánico se apoderó de todo su cuerpo haciéndole difícil dar un paso tras otro. Estaba totalmente petrificada, ese hombre del demonio podía hacer lo que le diera la gana con ella en ese momento y Maya apenas podría defenderse.
La siguió empujando por el pasillo hasta que pasaron otra puerta. Y fue en ese momento cuando logró ver en dónde se encontraba en realidad. Su mente dio un giro al pasado; era la casa de Aarón Petrova. Esa casa que tanto temor le causaba. Estaban en el pueblo, cerca de sus padres, su pasado.
Más lágrimas empezaron a caer cuando fue tirada a otra habitación más alejada de la puerta de salida.
Carmelo le dio una mirada de asco al dejarla ahí tirada.
—¿Quieres recordar a tu hombrecito? —le preguntó desde lo alto de manera sínica. —Esta era su habitación. Aprovéchala, porque será lo último que tendrás de él.
Ese hombre estaba enfermo. Y ella ya no pensaba con claridad. Todo le daba vueltas y más aún los recuerdos empezaron a martillarla al darse cuenta donde se encontraba.
Tenía demasiada carga emocional en ese momento, solo quería salir de ahí pronto. Necesitaba salir de ahí con rapidez.
Dimitri. Todo ahí le recordaba a él y todo en él le recordaba a esa noche que tanta marca había dejado en su vida. No comprendía como fue capaz de dejar absolutamente todo a los diecisiete años por irse con él. La respuesta llegó a su mente en un segundo y con eso supo que era la respuesta correcta: lo amaba. No sólo era el hecho de que se moría por él, sino también el motivo que ella quería. En su momento quiso una vida hermosa junto a él.
Estaba enamorada, tan profundamente enamorada, que no le importaba si estaba mal lo que hacía, mucho menos el peligro que ocasionaba la familia de él en su vida. Nada, ninguno de esos factores le parecía relevante. Lo único que deseaba era hacer lo que su corazón le gritaba. Sentía que era una forma de seguir su camino y ahora notaba tristemente que se había equivocado o bueno tal vez no, solo que las cosas no habían salido como ella las tenía escritas.
No culpaba su edad, su manera de crianza o sus deseos de ese momento. Ni siquiera podía culparlo a él, ya que estaban en momentos diferentes, en etapas diferentes y en formas de vidas diferentes. Sí, Dimitri y ella eran muy diferentes, tanto en ese momento como lo eran ahora. Demasiado diferentes ante los ojos de muchos.