En la mañana, poco antes del alba y justo después de la noche, Natanael se encontraba parado a mitad de la calle Vaymp, junto al mercado. Taciturno y cubierto de sangre, no pareció un héroe a ojos de la guardia, sino el perpetrador de una masacre infame que gritaba entre colgajos de carne, toda la culpabilidad que se podría esperar de un asesino.
No hubo testigos, y si las paredes hablaran, habrían callado aterradas. Niños y mujeres se extendían por el suelo, desechos, desmembrados y desfigurados; esperando inertes inculpar al héroe que pasaba a aquella hora por el lugar. De ser otro, habría sido atrapado por la guardia, azotado hasta el borde de la muerte, y colgado al sol hasta que la sed le arrebatase el último aliento; pero se trataba de él, el hijo del Rey, la encarnación terrenal de la justicia del Dios viviente.
—Señor, debe acompañarnos… —titubeó uno de los guardias, apenas encontrando el valor para acariciar su espada. Sabía que de ser enfrentado en combate, él y cada hombre encomendado a empuñar un arma en su contra, perecería sin siquiera acelerarle el corazón. Era Natanael, el legendario héroe carmesí, uno de los cuatro sagrados pilares del orden en la tierra. —¿Señor? —replicó temeroso, más Natanael ni se inmutó. Esperaba de espalda, con la cara incierta y la mirada ausente. El sol le iluminaba el tope de la cabeza, casi dibujando en su cabellera negra una corona ceniza.
De pronto, el rumor de su crimen se vió expandido, y blasfemias indecibles llegaron a oídos del héroe sonriente.
—No te ves muy bien esta mañana. —señaló Azrael, abriéndose camino entre la curiosa multitud. —Sí… las he tenido mejores —respondió Natanael mirando sus manos. Le aterraba la sensación de la sangre inocente encima, le hacía sentir inútil, tan inútil, como cuando luchó y perdió contra la fiebre que se llevó a su esposa.
—¿Qué ocurrió, Natan? —preguntó Azrael, a lo que su hermano le respondía con una mirada hueca—. Dime Natan, ¿Qué sabes? ¿Qué viste? —insistió; pero Natanael no respondió. Habían pasado dieciocho días desde la muerte de Elena, demasiado tiempo en silencio, sin probar bocado y apenas pegando el ojo para dormir; ¿Habría enloquecido? ¿Sería posible? ¿Lo habría hecho?
—Te conozco de toda mi vida, sé quién eres. Pero ellos solo saben de tí, lo que las canciones les han contado desde la cuna —se puso las manos en la cintura—, ¿En verdad crees que no deben tener motivos para temerte? —señaló Azrael, haciendo gestos al pueblo con sus ojos.
—¿Sabes qué enfermó a Elena? —le preguntó Natanael a modo de respuesta mientras se limpiaba las manos en el pantalón— porque ellos sí. Preguntales y te dirán que violó a su caballo, que se vendió al dios de los Aterum, o que la envenenó su amante… —frunció el ceño y les miró con odio— la justicia es una cuestión de opinión para ellos.
—Y ¿Crees que he venido por opiniones? No he venido a culparte, vine a preguntarte: ¿Qué viste?
—Muerte... —murmuró en respuesta, apenas girando el amargo rostro para verle. Su mirada, parecía vacía. Muerta entre sus ojos pequeños, secos y marchitos. Bajo ellos, negras bolsas salpicaban de color su lúgubre semblante. Y en sus labios, la carne que por mucho tiempo disfrutó la compañía de su amada; se tornaba quebradiza, casi empapelada y desaparecida. La sed le mataba, y Azrael lo veía; ¿Pero qué podría decirle? Desconocía por completo a su hermano...
—Creo que Padre querrá verte —dijo, buscando hacerlo llegar al palacio.
—Puede que quiera —le interrumpió Natanael, saltando al tejado a su izquierda—, pero hoy no tengo interés de ver a nadie, especialmente a él. —Y trás lanzar una frívola mueca, se marchó.
Una parvada de palomas salió a volar a su paso y mientras se alejaba, apenas cubierto por un pantalón, Azrael sintió en su corazón que algo con su hermano estaba terriblemente mal. No era solamente su indiferencia, era que también parecía enfermo y eso se supone era imposible. Sabía por la basta experiencia de dos mil años, que las enfermedades de los hombres no les aquejaban, y que aquella nueva situación podría suponer un peligro para todos.
—¿Qué debemos hacer ahora, señor? —indagó al borde del quebranto la aterrada guardia.
—Sigan su camino —respondió Azrael—, yo notificaré al Rey sobre esto.
—¡Nahum! —gritaron estrellando el pomo de sus lanzas en el suelo. —¡Hoy y siempre! —respondió Azrael como cada vez. Y trás haber escuchado una respuesta, los capas azules marcharon abrumados camino abajo.
Solo dos hombres se quedaron en la escena, y ninguno podía plantar los ojos en el suelo sin desear vomitar.
—No permitan que nadie se acerque —sentenció el caballero—, mandaré a alguien a que recoja los cuerpos. —y trás haber terminado en el lugar, buscó a su yegua y se marchó. Se sentía inquieto con aquella duda infranqueable en su conciencia ¿Era posible? ¿Lo habría hecho? Y ya sabiendo que no encontraría la paz pronto, tomó presuroso el camino al palacio.
Ya en el jardín real, un enorme portón le separaba de su padre; pero ¿Qué debía decir? ¿Quién más estaría allí? ¿Debía gritar o entrar en calma? No se detuvo mucho a meditarlo, de hecho, se había sorprendido a sí mismo al pensarlo antes de hacerlo. Él era conocido por su lengua irrefrenable, y aquello no era más que un chispazo de sensatez muy raro de apreciar.
—¡Padre! —azotó las puertas del gran salón—. ¡Padre! —gritó nuevamente, mas el Rey, quién pensaba que Azrael se referiría al incendio en Trimineth, no se sorprendió.
—Si… sí. Un incendio consume el sur —dijo—, pero no te desgastes, no puedo hacer nada.
Azrael se sintió confundido. Solía ocupar su tiempo entre pechos y labios, y no sabía a lo que su padre se refería. —¿Incendio? —replicó girando el rostro al balcón a su derecha. Solo entonces, todo fué claro. A lo lejos, más allá de los muros y mucho antes de las montañas, las nubes ardían en llamas como si un segundo amanecer se asomase por los campos de tulipanes. Rojos, púrpuras y naranjas, se tornaban los lejanos cielos del horizonte en dirección al poblado de Trimineth.