La oscura noche arropaba la tierra con nubes de tormenta, como si quisiera esconder entre sus sombras las preocupaciones del creador.
«¿Qué le diré al pueblo? Pensaba viendo el horizonte arder».
Estaba parado, sintiendo en sus pies descalzos la meticulosa limpieza de la mampostería del balcón.
—¿Puedo acompañarlo, señor? —le interrumpió el viejo Meltisetek. Habló despacio y con calma, como queriendo mantener la paz en la mente de su señor. De haber sabido que la luna se ocultaba y aún el viento aullaba melancólico, le habría acompañado sin siquiera preguntar.
—Pasa Mel —respondió el Rey— ¿Qué tal tu día?
El anciano adelantó su bastón y en un silencio meditabundo se sonrió. —Los días no son como antes —se acercó a su señor y se apoyó junto a él en aquel blanco balcón de la gran sala—. Hoy olvidé la calle en que queda mi casa —dijo con voz dulce.
—Te haces viejo, Mel.
—Y es un orgullo hacerlo a su lado, señor —agregó amablemente— pero no he venido por los años que cuentan mis canas —miró a su señor con profunda tristeza— he venido por usted, señor. Nadie merece enfrentar la adversidad en soledad; menos aún usted.
—Ha sido un largo día —se sonrió como burlándose de su desgracia— y aún falta encontrar a Natan, si es que alguien puede atraparlo —agregó.
—Podremos hacerlo, señor.
—¿Pero a qué costo? —se preguntó el Rey a sí mismo en voz alta— si así lo desea, los muertos frente a su casa no serán los últimos —suspiró— ¿Qué hice mal, mel? ¿En qué fallé?
—Señor, nadie puede tomar decisiones por sus hijos, usted mejor que nadie debe saberlo; es padre de todos nosotros.
—Sí… pero mañana, cuando el frío de un amanecer solitario les abrace y los fuegos de la pira ardan, las viudas clamarán en mi nombre por justicia. Y entonces, ¿Qué les diré? —bajó la mirada y paseó los ojos por la ciudad—. La justicia se ha pervertido…
Meltisetek quiso haber tenido algo que decir; alguna palabra, por rebuscada que fuera, pero no podía estar más de acuerdo con su gran amigo y señor. ¿Qué podría decirse? Natanael siempre había mostrado ser un hombre ejemplar, aunque su comportamiento podría darse por inserto al perder el calor de su amada Elena. Después de todo, fué ella quién le inspiró a convertirse en la encarnación viviente de la justicia.
—Son tiempos duros —continuó el Rey, tras quitar las manos del empedrado barandal— Tal vez la noche también sea larga —agregó.
—¿Y aún espera más de este día, señor?
—¿Cómo podría no hacerlo, Mel? —volteó a verle— hay rumores sobre un dragón en Triminet.
El anciano se sintió desfallecer al escucharle. «¿De dónde salían estás bestias? ¿Cómo eran siquiera posibles?» pensó velozmente. Y aunque Intentó esconder el miedo a su señor, el terror le cambiaba el color del rostro.
—¿Y los caballeros lo saben? —preguntó impaciente.
—Ya están allá; ¿Pero cuál será el resultado? —suspiró pensativo—. ¿Quién cuidará de este lugar si pierden?
Meltisetek se acercó a su señor. No tenía un ápice de su sabiduría y no era un viejo muy sociable, pero todo lo que tenía era su decrépita existencia y tal vez solo eso era suficiente para el Rey en aquel momento.
—Señor —dijo—. Nuestra vida, es una carta de amor a la confianza de un mañana desconocido; y somos pasajeros —sonrió con la mirada atenta de su Rey—. Pero señor, ustedes estarán aquí incluso cuando el sol tenga pereza de regresar al alba. Debe confiar en que vencerán.
El Rey le miró apesadumbrado. Meltisetek era un hombre indudablemente sabio. Sus ojos ya no servían para leer, ni sus manos para escribir, pero no por ello detenía su apetito por el conocimiento. Cada mañana una joven del bajo distrito llegaba a su casa para atenderle, y él solo le pedía lectura. La había conocido años atrás, inconciente, sucia y huérfana, y no le había temblado la mano para atenderla tanto o más que ella a él ahora que era viejo. Le encantaba la poesía, la filosofía y el canto de aquella suave voz que le amaba más que a un padre, aunque solía esconderlo de todos, por temor a perversión de las malas lenguas.
—Si tan solo hubieras nacido mil años atrás… —sopesó el Rey pensativo.
—Ahora sería solo una estatua del pabellón, un auxilio mudo de eras pasadas —reconoció Meltisetek—. Creo que para todo hay tiempo en la tierra señor, y este es el mío. No nací antes de ser necesario y no partiré en la víspera de mi muerte.
—Y con esa sabiduría, me dejas más claro que debiste estar aquí mucho antes —se dirigió al interior y se paró frente a un lienzo junto al balcón. Era un hombre en un risco, un castillo en llamas y un enorme Dragón en un lejano valle. Un antiguo regalo de su decimocuarto consejero, quien lo pintó interpretando las odas y los viejos papiros—. Mira esta pintura —dijo—. Es la representación de mis fracasos.
—¡¿Cómo dice tal cosa, señor?! —le interrumpió bruscamente el anciano al escuchar esas palabras.
—Es la cruda verdad Mel. La sabiduría se adquiere con los errores —miró profundamente aquél lienzo—, y yo tengo un gran historial —pasó los dedos por los suaves surcos de la pintura—. Quise que los que estuvieran por nacer no llegaran a este mundo con miedo —hizo una pausa, cerró los ojos y suspiró largamente—. Pensé que era bueno hablar de una victoria inspiradora. Pero mira al horizonte —extendió las manos hacia el balcón—, he matado a miles con mis buenas intenciones.
Meltisetek le escuchó en silencio «¿Era posible lo que creía entender? No…» y dudando de sí mismo, espero atento a que su señor terminara de hablar.
—Ordené que se escribiera una victoria —continuó el Rey—. No era justo para nadie temer a lo que incluso yo desconozco. llámalo bondad, aunque no te juzgaré si le llamas estupidez de mi parte.
—¡¿Pero qué cosa dice señor?! —apretó en sus manos el bastón que le sostenía—. Ser líder no es fácil y usted ha tomado las mejores y más difíciles decisiones durante siglos. Eligió mi señor la felicidad de su pueblo, en lugar de una vida plagada de miedo. No hay porqué sentir vergüenza. Las peores decisiones son aquellas que nos obligan a elegir entre dos males, y usted al menos tuvo la buena intención.