Pyrotormenta

Capítulo XIII

A orillas del lago ararath, al oriente de sus hermanos y su batalla; Gabriel se enfrentaba aún contra la segunda calamidad alada. El cansancio se acumulaba en sus músculos  atiborrandolo entre el peso de sus ropas mojadas, y la incomodidad de su armadura adamantina. Apretaba con mayor fiereza la empuñadura curvilínea de su espada, pues la ira contenida en su desesperación podría hacerlo fracasar en su cruzada.

—Ya veremos quién cae primero —susurró paseando los ojos hasta el lugar en que el dragón se plantaba. La luz de los rayos lo enceguecía en la oscuridad inclemente, y el polvo en el aire, lo asfixiaba casi tanto como el calor de las brasas.

Tomó carrera por el húmedo pantanal en el que Azrael le enfrentaba con su alabarda. Tenía la espada en mano, el escudo en la otra y una tranquilidad en su mente, que le cubría casi tanto como la armadura que traía puesta. No tenía intenciones de meditar su siguiente ataque, confiaba en los siglos de entrenamiento que le precedían y en los muchos errores que le avergonzaban. Se acercó veloz y mortífero, como un rayo surcando los cielos. Y al tenerlo a tiró de piedra, tan cerca como para olerlo; saltó esgrimiendo su espada con furia. 

—¡Lo siento! —a Gabriel nunca le había gustado ser un hombre agresivo, pero sabía que debía serlo si de ello dependía la vida de otros.

La bestia alzó la mirada con total tranquilidad. Gabriel no suponía una amenaza, ni tan siquiera una preocupación por la cual levantar la guardia. Así que se incorporó, abrió sus robustas patas, tragó una pequeña bocanada de aire y escupió un torrente de fuego que podría derretir al más pesado de los metales. 

La noche pareció encenderse con el fulgor del sol, mientras toda posibilidad de vencer se desvanecía ante los ojos de Azrael.

«¡Mierda! —se dijo atónito, viendo como a lo lejos su hermano era consumido por una criatura que no debía existir». 

Los suelos se cristalizaban y fluían, mientras un intenso olor a azufre consumía por completo el hedor de los cuerpos.

Había muerto, se había evaporado y la batalla era demasiado difícil para continuar solo. Pero aquellos eran pensamientos apresurados, y pronto, una sombra se distinguió en la envolvente luz que irradiaban las llamas. 

Poco a poco un humo negro y agresivo nació de entre el torrente flamigero, y de repente, en medio de la luz centellante, una figura humana se dibujó. Gabriel, sostenía a trompicones a aquella fuerza calcinante en su contra, empujando con su escudo incandescente, y las piernas sumergidas en el cristal fundido.

La preocupación le llamaba a la puerta, mientras el calor le cocinaba los pulmones, y cuando sintió en sus fuerzas que no podría aguantar más, aquella llamarada se detuvo. Las ascuas revolotearon como moscas con antorchas, en lo que la incertidumbre de "cómo vencer" consumía toda la tranquilidad del caballero Gabriel.

«¿Cómo lo hago? —se preguntó recordando a los niños que amaba cuidar en sus tardes—  ¿Qué debo hacer? —mas solo el silencio y el olor a hollín le acompañaron».

El gran lagarto tragó aire nuevamente. Sus escamas refulgieron el infierno a su alrededor, y su figura amenazante, advirtió el peligro a los caballeros que tenía en frente. Gabriel, quien aún resentía en sus hombros el impacto del fuego, levantó su escudo y aguardó confiadamente en lo que ocurriría. Esperaba encontrarse con la templanza de su experiencia, y no con la inusitada locura que le atravesaba el pensamiento. Quiso meditarla, dedicarle algo de tiempo, pero ese tiempo se escapaba como agua entre sus dedos, y pronto no tendría nada que hacer. 

Soltó el escudo de su mano izquierda y el acero retumbó contra el suelo como una tambora de guerra. Estaba decidido. Debía arriesgarse a perder toda oportunidad, aunque su fracaso significara dejar a Azrael combatiendo solo. Puso la pierna izquierda al frente, levantó alto el brazo izquierdo y concentrando la totalidad de sus fuerzas en su mano derecha, lanzó su espada a la negra boca de la bestia mientras la centelleante luz asomaba de su fondo. 

La espada abandonaba la mano de su dueño, justo en el momento en que el caballero sonriente concebía una idea aún más loca. "¡Por el culo no!" Recordó gritarle a una de sus amantes. La vergüenza le arrancó una pequeña risa de ironía, en lo que sus manos se aferraban aún más firmemente a su alabarda. Y entonces, mientras la espada volaba rumbo a su objetivo, Azrael buscaba aquella hendidura bajo la cola del animal.

De haberse mantenido la posición, la espada habría alcanzado la garganta; pero aquella alabarda había hecho su trabajo y con esto, la hoja voladora se encontró al final con el ala izquierda. 

Habían fracasado, fallado; pero no tanto. El animal se retorcía enfurecido, sintiendo cortes y punzadas, mientras Gabriel se preguntaba lo qué pasaba. La sangre se escurría por el asta de su arma, enorgulleciendo a Azrael por hacer lo imposible.

«Los dragones no sangran —le decían sus hermanos cuando le contaban las viejas historias».

La fuerte sensación de júbilo, consumió demasiado de la atención del caballero y pronto, un fuerte coletazo le lanzó a un lejano molino junto al río. Las piedras crujieron con su llegada y más tarde le arroparon al caer al prado. Parecía haber sido vencido. Ningún movimiento se advertía en la pila de escombros, dando indicios de aque el caballero sonriente coqueteaba con la muerte. 

Gabriel sabía que tenía las de perder, no estaba armando, se sentía cansado y estaba sólo. De pronto, el cuerpo de Auriel impactó con fuerza contra el rostro de la bestia. «Cómo es posible —pensó al verle caer inerte al suelo». Levantó la mirada a aquel horizonte en que la oscuridad relampagueaba, y no muy lejos de las catacumbas de Triminet, Natanael se aproximaba en su caballo cenizo.



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En el texto hay: traicion, batallas, amores

Editado: 21.09.2022

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