Ese lunes iniciaron las peculiaridades de Dolores. Ella no despertó a sus nietos esa mañana tampoco y de nuevo Mariana fue la primera en abrir los ojos. Poco después la mayor salió de la habitación pensando en ver a su abuela, asegurarse de que ella estuviera bien, pero eso no fue necesario.
En cuanto Mariana se paró en el pasillo pudo notar que su abuela estaba en el baño y todo parecía indicar que Dolores había amanecido de buen humor. En nada similar a la abuela que el día anterior había terminado por regañar a todos por causa de la suspensión del colegio.
La puerta del baño estaba abierta, la luz encendida y se podía escuchar como Dolores tarareaba una canción. Mariana se acercó y la observó desde el umbral. La mayor no daba crédito a lo que veían sus ojos.
—Abu... ¿Estás bien? —consultó.
Dolores, que se estaba peinando frente al espejo, giró la cabeza a su derecha para mirar a Mariana.
—Sí, mi amor, ¿por qué?
—Esta mañana no nos despertaste y ahora estás... —Mariana dudó.
—Y ahora me estoy peinando, ¿tanto alboroto por eso? —Dolores volvió a centrarse en su propia imagen mientras seguía con lo suyo.
—Pero, abu... Te estás peinando con un cepillo de dientes.
Dolores bajó el objeto dejándolo frente a sus ojos y lo observó por algunos segundos. Ambas se quedaron calladas. Una situación que hubiera sido motivo de risas en cualquier otro momento, ahora no estaba ni cerca de serlo.
—¡Ay, pero que estúpida! —exclamó Dolores dejando el objeto donde pertenecía.
Al borde del lavabo había un vaso que contenía los cepillos dentales de todos.
»¿Se puede ser tan boluda? —continuó la abuela.
Mariana no respondió, su mirada mostró preocupación, pero tampoco quiso insistir en el tema arruinando así el buen humor de su abuela.
—A cualquiera le pasa, abu —declaró—. ¿Ya tomaste mates?
—No, mi amor, hace poco que me levanté. Pone la pava, yo ya voy.
Mariana asintió y se dirigió a la cocina para hacer lo requerido. Y aún así, ocupada entre tareas Mariana no dejó de pensar en lo que había visto. Si bien era cierto que una distracción estaba a la órden del día para cualquiera, ella no sabía si debía darle mayor importancia. Al final y negando con su cabeza ella decidió que no.
Cerca de quince minutos después el resto de la familia se unió a ellas en la cocina y comenzaron los preparativos para el desayuno de todos. Mariana estaba compartiendo mates con Dolores por lo que la falta de una taza no sucedió.
—¿Y cómo están chicos? —Les preguntó la abuela al tiempo que les sonreía.
Todos estuvieron de acuerdo en que estaban bien.
»Bueno, ahora su hermana Mariana los va a llevar un rato a la placita. Yo no los quise despertar antes porque si ellas dos no van al colegio ustedes tampoco.
—¿Qué, cómo que a la plaza?
—Tengo que limpiar la casa, Mariana. Y la única que se va a quedar para ayudarme es la Brenda. ¿Podes cuidar un rato a tus hermanos, me harías ese favor?
La mayor asintió y todo siguió en paz hasta que llegó el momento y salieron rumbo a la plaza, a cinco cuadras de distancia.
—Bueno, Brenda, primero vas a ir hasta la María y después nos ponemos a limpiar. Necesito bolsas de residuos.
—Pero hay una, abu —comentó Brenda.
—Sí, pero no va a alcanzar. Tenemos que sacar bastantes cosas.
Brenda hizo caso, como siempre y salió a lo de María para comprar un paquete de diez bolsas. Después cuando volvió se enteró por qué. En el cuarto de su hijo fallecido, Dolores ya estaba organizando todo. La cajonera y el ropero de él estaban vacíos y toda su ropa sobre la cama.
—Pone toda esta ropa en bolsas, amor —ordenó la abuela—, después le vas a pegar un cártel a cada bolsa aclarando que es ropa de hombre y las sacas a la vereda.
Brenda tragó saliva; quería decirle que no estaba de acuerdo, que ella no debía tirar las cosas de su padre, pero también sabía que bajo el techo de la abuela se respetaban sus reglas y sus órdenes. Quién sabía, quizás esa era otra de esas cosas que entendería cuando fuera grande. Sin más que decir y con mucha tristeza, Brenda obedeció.
Para cuando eso estuvo listo, Dolores le pidió ayuda a Brenda para desarmar la cama de una plaza, misma que terminó junto a las bolsas de ropa y después, con mucho esfuerzo, ambas llevaron el ropero y la cajonera al cuarto compartido de los nietos. Siguieron limpiando muy bien el piso del comedor y quitaron la sábana que había en la ventana haciendo de cortina para que Matilde no pudiera ver lo que hacía Julián. La luz del sol inundó el lugar dándole vida nueva.
Cansada, Dolores se secó la frente y le pidió a Brenda traerle una silla de la cocina para descansar unos minutos. Así lo hizo al tiempo que contemplaba el lugar. Ahora que estaba vacío e iluminado se veía más grande de lo que ella lo recordaba.
—Vamos a tener que desarmar la mesa y despacito traerla, las sillas también. Allá tienen que quedar las cosas de la cocina no más y eso... —dijo Dolores señalando la pared donde estaba la puerta—. Esa pared y esa puerta tienen que volar. Acá tiene que quedar todo abierto como era antes de que tu padre hiciera eso para tener privacidad. Si hubiera sabido lo que iba a hacer con eso no lo dejaba ni loca, pero uno a veces es demasiado débil con los hijos, mi amor.
Brenda no dijo nada, se acercó a su abuela y la abrazó, apoyando después su cabeza sobre la de ella. Dolores hizo lo mismo rodeando la cintura de Brenda con su brazo y luego rio por un momento.
»Bueno, mejor seguimos o vamos a terminar en año nuevo recién.
Con dificultad y con la ayuda de su nieta, Dolores se puso de pie. Entonces, ambas se dirigieron a la cocina y se dispusieron a desarmar la mesa. No fue una tarea sencilla, pero a duras penas lo consiguieron. Tanto la mesa como las sillas fueron llevadas a su nueva residencia y puestas en condiciones.
»Me parece que voy a tener que llamar a alguien para sacar la pared —mencionó Dolores tocando la misma—. ¿Ves, mi amor? Por eso siempre es necesario un hombre en la casa, pero uno bueno, no como tu abuelo. Le diría a tu hermano, pero es muy bruto a veces y seguro termina mal. No, ya tuvimos suficiente con un velorio por ahora.