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—¡Pero yo soy la mayor, yo tendría que tener mi privacidad ya! —protestó Mariana.
—Sí, mi amor, si yo lo sé, pero bueno, ustedes son todas mujercitas. Lo más lógico es que estén juntas y su hermano en otra habitación.
Dolores se cruzó de brazos.
»Ustedes no saben la suerte que tienen. Ya íbamos a contestar o cuestionar nosotros a los mayores. Te daban vuelta la cabeza de un cachetazo. —La abuela suspiró—. No digo que esté bien, pero a veces te ahorra mucho tiempo respondiendo cosas que no querés.
Dolores agarró el respaldo de una silla y la separó de la mesa.
»Brenda vení a sentarte. Ya que tu hermano no sale del baño van a comer ustedes tres y después nos arreglamos nosotros.
—¿Estás bien, abu? —Mariana se mordió el labio inferior, dudando y arrepentida de su queja anterior—. Te noto rara... No me tiraste con nada por la cabeza por gritar —explicó.
Brenda, sin recibir la orden ni esperarla se dirigió a la puerta de la cocina, rumbo a la principal.
—¿Dónde vas?
—Los voy a hacer pasar. Hace como 5 minutos que están en la puerta —respondió la joven, apoyando su mano en el marco de la puerta.
—¡No, no, te dije que vengas a sentarte acá! ¿Hablo en chino yo o qué les pasa a todos hoy? ¡Ya voy a ir yo, caramba!
El enojo repentino de la abuela causó que las hermanas se miraran entre sí, Mariana asintió indicándole a Brenda obedecer, cosa que hizo y por la que se encontró con la mirada de sus hermanas más pequeñas, acompañada de una sonrisa burlona. La joven frunció el ceño, se sentía mal. Quizás no tanto por lo que ocurrido si no más bien por no saber qué había hecho mal.
»Mariana serviles la comida que yo voy a hacer pasar a esa gente —indicó Dolores.
Luego la abuela emprendió el recorrido y al detenerse frente a la puerta principal para suspirar una vez más, los dejó pasar.
—Mamita, ¿cómo estás? —No tardó en decir Federico así como tampoco lo hizo en abrazar y saludar con un beso en la frente a Dolores.
—Bien, amor, ¿vos cómo estás? —Dolores evitó la mirada de su hijo simulando que le acomodaba el cuello de su camisa—. Vos sabés que no me gusta verte desprolijo.
Federico creyó ver que las comisuras en la boca de su madre tendían a caer, casi en la expresión del llanto, uno contenido.
»Bueno, pasen, vamos —indicó emprendiendo la caminata ella primero.
Zara y Federico se miraron, aquello no se sentía bien, normal, pero de todos modos la siguieron en silencio. Entonces, hacia la mitad del pasillo, Dolores cayó con su hombro contra la pared del lado izquierdo. De inmediato, ante lo presenciado, Federico y Zara no tardaron en llegar junto a ella para sostenerla.
—¿Estás con dolores, Dolores? —preguntó Zara en medio de su nerviosismo.
Dolores, que había quedado agachada contra la pared se incorporó y la miró directo a los ojos.
—¿Sabes, chiquita? —empezó Dolores con tono condescendiente—. Cuando Federico te trajo a esta casa como su novia y me enteré quién era tu familia me di cuenta que eras media pelotuda por fijarte en él, pero hasta hoy me vengo a enterar que te gusta exagerar.
—Ay, Dolores, no empiece. Me preocupé. —declaró Zara—. Bueno, venga, arriba —prosiguió tirando a la mujer hacia arriba— ¡Federico ayúdame! ¿No ves que no puedo sola?
—¡Sí! —Federico se apuró a agarrarle el brazo derecho a Dolores, mismo que hasta hace un momento sostenía Zara y luego le rodeó la espalda con su brazo izquierdo—. Vení, mamita, levántate.
—Gracias, mi amor, pero no fue nada, no te preocupes.
Los esposos volvieron a mirarse, bastante preocupados.
»Vamos a la cocina que ya está la comida, pero vamos a tener que esperar un ratito, porque están comiendo las más chicas —explicó Dolores cuando se enderezaba, pero volvió a caer.
—Cuál cocina, mami, si ni podes pararte —dijo Federico, angustiado—. Vamos a tu pieza mejor, te vas a recostar un rato y esperar al médico.
—Sí, tiene razón —Aportó Zara.
—¿Médico? ¡Ay, por favor, que teatreros! Me tropecé, mierda.
La puerta de la cocina se abrió con urgencia y así también la del baño, alertados por el ruido y los gritos ahora los nietos inmóviles observaban la situación.
—¿Pero qué pasó? —Quiso saber Mariana, acercándose a ellos.
—Nada, tu abuela es una pelotuda que se anda tropezando con todo, ¿no? —dijo Dolores cambiando la mirada entre el matrimonio.
Federico negó con la cabeza, pero no dijo nada sobre el asunto. Aunque a él le molestaba sobremanera la tendencia a minimizar los hechos que tenía su madre, de algún modo, como con todo lo demás, eso era algo más con lo que Federico intentaba aprender a vivir.
—Vamos, mamá. Te vas a recostar un rato y quedarte piola. Nosotros nos vamos a encargar de los chicos.
—Sí. —Zara se adelantó a ellos e hizo que los nietos, incluído Kevin, entraran a la cocina—. Vos llévala a su habitación que yo veo a los chicos.
—Dale, mamita... —Federico empujó la puerta de la habitación de Dolores y luego la ayudó a atravesar el umbral, la acompañó hasta su cama y la acomodó en la misma—. ¿Y ahora a quién llamo? —prosiguió él con una pregunta que debió ser pensamiento.
—¿Cómo a quién llamas? —Dolores se cubrió con la sábana y la colcha sintiendo un poco de frío—. Dejen de hacer circo, ya les dije que estoy bien.
—Pero yo no me voy a quedar tranquilo hasta que te vea alguien, ¿querés eso, mamá, que esté todo el día nervioso y me dé una úlcera?
Dolores desvió la mirada en dirección a la ventana y golpeó levemente con los brazos a los lados de su cuerpo, frustrada.
—Yo quisiera saber de dónde saliste tan manipulador. Yo no te crié así, mijito.
Federico suspiró. Dolores daba las peores batallas en momentos que la mayoría consideraba incorrectos.
—¿Y, cómo sigue? —consultó Zara entrando a la habitación y cerrando la puerta a su espalda—. ¿Ya llamaste al médico?
Su marido negó al tiempo que se rascaba la cabeza.