Era enero en San Juan y las temperaturas de esta particular región del oeste argentino ascienden a más de cuarenta grados, como es lo habitual en esta época del año. El sol es quemante, intenso, luminoso, marca la piel a latigazos penetrantes, impiadosos sobre los cuerpos de quienes seguimos enfrentando la vida, cumpliendo con el diario quehacer aún en estas duras condiciones.
El tórrido clima sanjuanino, seco hasta límites increíbles, no es obstáculo para que la vida se desarrolle como en cualquier otra parte del país, socialmente activa, en la que las reuniones familiares forman parte esencial de las relaciones y costumbres de la sociedad del lugar. Es así como en estas épocas de potente calor, las familias salen a distraerse y buscar el fresco calmante de las aguas que brinda generosamente la naturaleza en ríos, arroyos, bajo la acariciante sombra de los tranquilos sauces en el campo, de las fuentes decorativas en plazas y paseos, de piscinas y hasta de acequias en algunos barrios y en fincas.
El Turco A pertenecía a una familia tradicional del departamento Ullúm, asentados en el lugar desde principios del siglo XX, cuando las diferentes corrientes migratorias llegaron desde todo el mundo para quedarse en nuestro suelo. En aquella oportunidad, Ahmed, el mal llamado turco, porque era árabe, hizo de esta tierra su hogar y le dio a la provincia su descendencia.
De esta noble cepa era el Turco A, luego de varias generaciones, que recordaban junto a los vecinos de la zona el Almacén de Ramos Generales con que Ahmed sostuvo económicamente a su familia y que se hizo imprescindible entre la comunidad ullunera.
El Turco era encargado de finca, un complejo de varias hectáreas de uvas finas y de exportación: él conocía cabalmente las labores de regado y manejo del agua, limpieza de parrales, manejo de cosechadores y todo lo que tenía que ver con la producción de las vides. Alto, muy delgado, con el rostro cuarteado por los soles del verano y las heladas bajo cero del invierno, el hombre formaba parte de la familia paterna, ya que con sus más de cuarenta el destino no lo había unido e matrimonio ni le había dado hijos. Con el paso de los años, el Turco se había quedado en la casa de sus padres, un caserón enorme, con amplias galerías y numerosas habitaciones que albergaron en otro momento a los cinco hijos hasta que cada cual tomó su rumbo y formó su familia, menos el Turco. De modo que con el devenir del tiempo y ante la vejez de sus progenitores, el protagonista de esta historia había tomado las riendas de la cotidianeidad del hogar. Es así como decidió convocar a todos sus parientes para un almuerzo en honor de los cincuenta años de casados de sus padres. Con antelación, el hombre se encargó de todos los aspectos del encuentro: desde las invitaciones a hermano y sus numerosas familias, hasta primos, nueras, cuñados, vecinos ilustres y amigos, en total más de setenta personas se sentarían ese domingo a la mesa de la anciana y querida pareja. El menú consistiría en asado, comida tradicional que prepararía el mismo dueño de casa en una inmensa parrilla, asistido por alguno de sus hermanos. Además de la carne, las ensaladas, empanadas y la torta, el propio Turco se ocupó de que no faltaran los mejores vinos. En abundancia se amontonaron en la amplia cocina de la casa gran cantidad de botellas con blancos y tintos para la comida y vinos dulces y espumosos para la hora de los postres.
Y como todos los plazos se cumplen, llegó por fin el día del festejo. Luego de asistir a una misa por el aniversario, se hicieron presentes en el hogar el matrimonio, parientes, amigos y hasta el cura, invitado también para la ocasión, como era la usanza.
Las largas mesas ya estaban impecablemente dispuestas, con manteles inmaculadamente blancos, arreglos florales diseñados con las flores de los jardines de la casa: jazmines, camelias, azahares y otros, pan casero, aceitunas, cubiertos brillantes y platos como espejos. Los comensales fueron tomando ubicación en las sillas, la mayoría acompañados por sus respectivas familias, mientras que la pareja ocupó la cabecera de la mesa central, justo al lado de otra destinada a los regalos que los invitados hicieron para la ocasión.
Nada quedó al azar para tan importante ocasión. Pero sin duda, el mayor impacto lo causó la enorme parrilla, colmada de dorados cortes de carne, chorizos, morcillas y otras delicias sazonadas deliciosamente por el Turco, quien estuvo desde horas tempranas en la preparación del fuego y detalles del asado. El día se presentaba como otros tantos del verano sanjuanino, con temperaturas que amenazaban con reventar los termómetros, por sobre los cuarenta grados, con cielo extremadamente luminoso y soleado. Viento Zonda, caliente y seco bajaba de la cordillera para completar el infernal domingo de verano.
No obstante, el ánimo de reencuentro y el clima familiar primaron en esa reunión en medio de la felicidad de los homenajeados, orgullosos de tener a la familia que habían creado y su nutrida descendencia.
Mientras, en el sector de parrilla, el asador combatía el intenso calor con los primeros tragos de vino, que con el correr de las horas se transformaron en vasos, con hielo abundante para mitigar los ardores del sol y las brasas.
Comenzó la comida con las empanadas y luego con el asado, cocinado en su punto justo, perfectamente sazonado y regado con los vinos sanjuaninos. Y precisamente, el Turco continuó bebiendo, sin percatarse de los estragos que el alcohol comenzaba a causar en su cuerpo y en su labia. Tambaleante pero decidido, el hombre se puso de pie para pedir un brindis por sus padres y agradecer a todos por “la presencia”. A punto de perder por completo el precario equilibrio, el Turco soltó su verborragia, a media lengua pesada por el vino, sin coordinar del todo lo que quería decir con lo que de su boca emanaba, en un cuadro grotesco que causaba la simpatía de los presentes y las risas y cargadas de los más jóvenes.