—¡Karma, es genial!¡Voy a estudiar un año entero en el extranjero! Tenía tantas ganas de estudiar alemán…
Camille nunca en su vida había estado tan emocionada, ni incluso cuando fue elegida mejor alumna de la promoción del año pasado. Era una estudiante excelente y venía de buena familia, por lo que tenían dinero suficiente como para que ella se permitiera casi cualquier cosa que deseara. Pero la gran diferencia de todos ellos con la mayoría de los millonarios es que sus padres se construyeron su imperio propio desde abajo, conservando así una gran humildad.
Fuimos cercanas casi desde el principio de los tiempos, aunque nuestros padres no es que tuvieran demasiada relación. No era para menos pues tanto los suyos como los míos siempre andaban sepultados de trabajo. Y aunque no dijeran nada al respecto, podía verse un cierto recelo en cuanto a lo que se dedicaba mi madre.
Ese estigma siempre nos había acompañado, pero lejos de ser una maldición para mí, era una de las razones por las que me sentía orgullosa de ella. cuando debíamos de presentar a nuestros padres y sus oficios, siempre hablaba de lo que hacía mi madre y todos, sin excepción del profesor, me miraban como un bicho raro.
También debía pensar donde me encontraba, pues era un pequeño pueblo donde la gente solía ser un poco cerrada de mente. Si añadimos que mi familia era de todo menos normal, pues siempre era a la que le hacían el vacío en los recreos de la escuela. Camille se acercó a mí un día sin haber cruzado una sola palabra entre ambas, pero no lo hizo por voluntad propia, sino por una apuesta de su círculo de amigas. Aunque siempre sacaba pecho hablando sobre lo fuerte e independiente que era, por aquel entonces le hacía los deberes a todas esas arpías que eran consideradas sus hermanas no sanguíneas.
Ahora que lo pensaba fríamente, me arrepentía de muchas cosas que me guardé para cada una de ellas. No es que me importara quedar como una cobarde sino más bien, que lo que se queda dentro, se pudre, según mi padre. Queda un amargo sabor, un ardor en el estómago que te acompaña siempre; eso es a lo que sabe el arrepentimiento.
—Si me traes un mechón del bicho raro, entonces te libras esta semana, ¿Entendido?
—No comprendo para qué quieres eso, ¿Sigues creyendo en brujerías y toda esa parafernalia?
No había opción en ese momento para ella; todo momento libre y en calma, lo tomaba sin pensar en las consecuencias. Yo no era estúpida y sabía que, si alguien se me acercaba, era por alguna razón de peso. Nuestra conversación se notó forzada desde el principio y como sabía que no hablaría delante de ellas, le pedí que me siguiera.
—Sé que no has querido hablarme porque sí. Si no puedes decirme las razones, adelante, pero lo que quieras de mí no pienso dártelo. Aunque no quiera meterme en problemas y esté callada no significa que no pueda defenderme.
Aquella contestación la dejó temblando; no se esperaba que la calara tan bien en tan poco tiempo. Casi tartamudeando, me contestó con la mayor entereza que pudo.
—No…no sé de qué hablas. Simplemente…me parecía que lo estás pasando mal y…y…y quise saludar.
—Si eso es verdad, ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué me tienes miedo? —le pregunté cuando di un paso al frente y quise quitarle un pelo de gato que tenía sobre la chaqueta. Estaba aterrorizada de cabeza a los pies y no era solo por mí.
Le miré con determinación y con la siguiente frase, comenzó nuestra amistad.
—Dime quiénes son y que te han hecho hacer y te aseguro que jamás volverás a tener miedo.
Llovió mucho desde aquello y la noticia de su marcha, aunque fuera por un solo año, me sacudió violentamente. No le quise decir nada acerca de cómo me sentía pues no deseaba condicionar sus sueños, así que me limité a sonreír y a restregarle la envidia que le tenía.
—El próximo año vas a tener que venir.
—Lo siento, pero por lo que tú gastas en la residencia en la que vas a estar, mis padres podrían pagar el alquiler de varias casas por, seguramente, el resto de sus vidas.
—Eso es lo que más me gusta de ti, que eres humilde y me pones los pies en la tierra—me contestó dándome un abrazo para irse a casa. Tenía mucho que preparar, aunque quedaban unos meses antes del verano. Pero claro, lo suyo no iba a ser una simple salida. Si me dicen que aquella mañana era la última en la que la vería, no me lo creería jamás.
Fue esa tarde, en la que mi hermano me dijo aquellas palabras horribles que estaba segura no sentía. Eché a correr sin rumbo a través de la densa niebla que había cubierto el pueblo. Hacía una humedad anormal e incluso un poco de frío, pero no salí preparada de casa. Era normal, pues cuando una se enfada no piensa en llevarse una chaqueta o calzado cómodo.
Llevaba puesto un camisón de patos, con unos calcetines largos hasta por debajo de la rodilla. El pelo recogido en una coleta y con unas zapatillas en forma de botín, súper acolchadas y cómodas. No estaban hechas para correr, pero al menos se mantenían en su sitio.
El frío golpeaba en mi mandíbula y me hacía sentir un tanto confusa en cuanto a qué dirección ir. Aquel día papá estaba en el trabajo hasta tarde, así que pensé en correr hasta allá para decirle que mi hermano se había pasado mucho otra vez. No recuerdo qué pasó en ese punto de mis recuerdos, tan sólo me veo corriendo a través de la niebla intentando dar con un poco de visión para saber exactamente dónde estaba.
Pero si de algo estaba segura es que no había matado a nadie. Aquella acusación era absolutamente ridícula, más que por la edad, por mis principios. Ha habido muchos asesinos en serie incluso más jóvenes que yo, bien lo sabía porque veía ese tipo de programas cuando los emitían en televisión. Era inútil hacerle entender a cuáles sean que estuvieran detrás de toda aquella equivocación, que yo no había tenido nada que ver.
—Quiero volver a casa, aunque mi familia no me vea—Dije sin mirar a la mujer que aún seguía sosteniendo mi mano. Su rostro se entristeció aún más, aguantando las lágrimas que cristalizaban en sus ojos extrañamente azulados, mirando al chico que nos daba la espalda.
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Editado: 28.11.2022