¡quédate conmigo!

Capítulo 10

Chiara

 

Esto sí que está por demás extraño. Bah, si sigo pensando que no soy capaz de ver el elefante en medio de este edificio es porque sería ya demasiado estúpida. Solo una teoría invade mi mente mientras devano las opciones que me hacen pensar en esta realidad y es la misma que me sigue dando vueltas en la cabeza hasta que se hace de mañana y voy hasta la cocina desde donde viene un aroma riquísimo. Por un instante me hago la idea de que el mastodonte de Franco también es el cocinero personal de Donato, sin embargo, es Donato mismo quien está cocinando y, a través de la pantalla que da a la puerta de entrada al piso, contemplo que es otro el guardia quien yace en este momento cuidando la entrada. Es obvio que necesitaba de un momento para poder descansar y luego regresar.

Antes de venir para la cocina, he contemplado y revisado el sueño de Auro… bueno, sí, de Aurora, si no existe otra manera de poder llamarle. Me gusta ese nombre y apostaría a que también lo ha elegido por su propia voluntad. Su respiración, su descanso y su corazoncito van de maravilla. Tras darle una caricia para comenzar el día y un beso en la frente, he optado por venir ahora a la cocina.

Sé que las cosas son un tanto diferentes de lo que me supuse desde un primer comienzo, del mismo modo que ahora puedo ver la realidad.

Donato coloca café de la cafetera en una jarra y lo incorpora sobre la mesa. Está haciendo unos huevos revueltos, hay pan integral, fruta en trozos, mermeladas y mantequilla. Tomo un trozo de piña que está super dulce y contemplo fijamente en dirección al hombre que está cocinando algo delicioso en este instante.

Pero no me puedo dejar engañar por sus talentos, así que lejos de comentar algo acerca de su gesto, opto por desviar el asunto.

—Buen día, madre de mi bebé. ¿Descansaste?

—Ya lo sé todo. Aurora es tu hija.

Él me mira de reojo, deja lo que está haciendo y se vuelve en mi dirección, clavando las manos en dos puños sobre la encimera. Fija sus enormes ojos que son como gemas azules con inmensos destellos en los míos que no se dejan acobardar (aunque algo sí consigue derretirse con esos ojos puestos en mí), mientras me evalúa y parece mostrarse más intimidante que nunca.

Pues, estoy dispuesta a demostrarle que no soy estúpida y que me he dado cuenta de absolutamente todo.

—Sí—confirma.

Observo uno de sus puños cerrados. Tiene un cuchillo de cocina. ¿Qué diantres se supone que va a hacer con eso? ¿O es que pretende hacerme sentir miedo? Porque un poquito sí lo hace.

SI algo me pasa ahora mismo, él se ha encargado de que yo misma demuestre por todas las vías posibles que todo esto es normal, que si algo me pasa es porque yo misma he terminado por involucrarme en todo.

Su plan viene a la perfección.

—Sí—repite mi secuestrador—. Aurora es mi hija.

Inspiro profundamente y me pongo de pie de inmediato, también afirmando las manos sobre la encimera.

Es hora de que se de cuenta de una vez por todas que no le tengo miedo y aún sabiendo que me estoy jugando la vida, lo confronto:

—Tú te la robaste. Se la has robado a la madre.

—¿De qué hablas? Aurora es mi hija y tú eres la madre, no sé a qué te refieres.

¿Es que pretende volverme loca? Entonces caigo en la cuenta de que quiere que le siga el juego.

Procedo:

—Deja de hacerme pensar que soy estúpida, porque te equivocas. Aurora responde al nombre que le has dado porque precisamente ya lo tenía de antes, tú eres el padre y ella es tu hija. Y la madre ha desaparecido.

—Me ofende que niegues a nuestra hija.

—¿Negar?

—Sí, es cruel. Vas a crearle traumas si sigues haciendo las cosas de ese modo—se vuelve a la cocina y sirve los huevos revueltos en dos platos. Me lo trae y contemplo que está a punto justo como a mí me gusta, además de que pone al lado los condimentos que suelo utilizar en estas condiciones.

—¿Tú cómo sabes cómo me gusta desayunar?—le pregunto, aterrada.

—Porque eres la madre de mi hija, vives conmigo y se supone que estás al cuidado de ella. Nada mal ni raro en eso. Ah, y por la tarde vamos a viajar a Milán.

Okay, eso sí que no me lo esperaba.

En cuanto me aleje de mi gente, ya habré perdido toda oportunidad de volver con mi antigua vida.

Parpadeo, no dejaré que me distraiga. Me sirve un poco de jugo de naranja, levanta su vaso y me ofrece un brindis.

—A mí no me engañas—insisto—. En el noventa por ciento de los casos, las manchas de nacimiento vienen de uno de los padres, es algo de orden genético.

Él niega con la cabeza, choca su vaso con el mío y bebe. Luego procede a condimentar su huevo revuelto.

—Es una jodida casualidad, pero yo no tengo hijos—insiste.

—¿Por qué sigues sosteniendo eso? ¿Tienes problemas psiquiátricos? Quizá lo mejor sea ayuda médica para ti.

Él me fulmina con la mirada.

Okay, esta vez sí que me siento un poco intimidada por eso.

—Entonces—insisto, tratando de retractarme—, ¿cómo explicas eso?

—No lo sé, pero no tengo hijos. Solo uno…que nunca nació.

—¿Quién era la madre?

Esta vez bebe café.

Se está ocupando de no darme explicaciones.

—Soy la médica de la niña—insisto—y es parte de mis responsabilidades saber el contexto en el que crece y lo que significa su pasado o su devenir.

—Pues, solo necesito que te ocupes de interpretar qué le pasa cuando llora o de cambiarle el pañal.

Dejo las cosas, me pongo de pie y busco mi cartera. Le dejo su dinero sobre la mesa y le advierto:

—Ábreme la puerta.

Él se pone de pie, observándome con horror.

—Me largo—le digo—, ahí tienes tu dinero. No seré parte de esto si no tengo las explicaciones que necesito, yo no soy una secuestradora.

Él se pone también de pie y sigue en mi dirección hasta ubicarse frente a mí.




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