«No hay antihistamínico que pueda protegerme de las emociones que él despierta en mí».
Basilea, Suiza
Margareth
Luego del fin de semana tan maravilloso que tuve, me despierto este lunes cargada de energía para comenzar la semana. A pesar de que la cita que tuve con Conrad comenzó de manera regular, luego de su confesión todo pareció mejorar, tanto así que me invitó a salir hoy. Así que sí, tengo una sonrisa gigante en mi rostro que estoy segura de que nadie podrá quitarme.
No he tenido noticias de mi familia desde el sábado. Le envié un mensaje a papá para preguntar por mamá y no ha respondido. Asumo que todo está bien; de lo contrario, ya me lo habrían hecho saber. Lo que me lleva a otra cuestión: a Samuel y lo que dijo sobre la culpa.
Si bien es cierto que el sentimiento me invade por completo, no tengo la certeza de qué hacer con eso. La idea de ir a terapia me aterra. Así que, por ahora, supongo que continuaré lidiando con ese problema a mi manera; es decir, ignorándolo.
Luego de mi predicamento, me visto con ropa cómoda y aplico un poco más de maquillaje de lo normal. También echo unos cuantos productos en mi cartera para poder refrescarme antes de la cita.
Salgo de casa y espero en el pasillo por el ascensor. Este llega y sus puertas se abren, revelando la presencia de Samuel. Le sonrío y él me da su mueca de ceño fruncido, un gesto que estoy aprendiendo a conocer.
—Buen día —saluda.
—Buen día, Samuel.
Él sale del ascensor y se hace a un lado para permitir mi ingreso. Las puertas comienzan a cerrarse, pero él mete su brazo impidiéndolo.
—¿Puedes hacer otro postre para mí? Te pagaré —agrega.
—Seguro, lo haré con gusto y sin cobrarte —le digo.
—No, o me cobras o me dices los ingredientes y pago por ellos —gruñe.
Pongo los ojos en blanco. Sé que no dará su brazo a torcer, así que mejor le cobro.
—De acuerdo.
—Bien, ten buen día.
Quita su brazo y las puertas por fin se cierran. Me recuesto en la pared y dejo escapar un suspiro. Él es tan confuso y terco que es molesto; pero, al mismo tiempo, tiene un corazón amable y bondadoso que, por azares del destino, tuve la fortuna de conocer. En fin, Samuel es un enigma y yo no tengo tiempo para descifrarlo.
Camino hasta la empresa y repito el mismo proceso de todos los días, solo que esta vez Caroline me acompaña a abrir y organizar las demás cosas. Con ella en el mostrador y yo despachando a los clientes, el tiempo pasa rápido, no sin antes ser abordada por el torbellino de Joelle.
—Dime que tienes algo especial para mí —suplica.
—¿Qué clase de mejor amiga sería si no fuera así? —le sigo la broma.
—La peor —ríe—. A ver, sorpréndeme.
—Nada especial, tenía un montón de chocolate y te hice una torta Matilda.
—Podría hacer una fiesta si no fuera inapropiado. Es como si hubieras adivinado mis antojos; justo me acaba de comenzar el periodo y el chocolate es lo único que quiero comer.
—Pues disfruta.
Joelle se aleja con su torta en la mano mientras hace sonidos de placer y deleite que hacen que todos giren para verla. A ella no le importa o su atención está centrada en lo que come; sea cual sea el caso, es feliz y es gracias a una de mis preparaciones.
«Lo estoy haciendo por ti, Renard», pienso en mi hermano.
Unos minutos antes de que comience el horario de trabajo, veo a Conrad ingresar a paso apresurado. Esta vez se toma unos segundos para levantar la mano en mí dirección a modo de saludo antes de seguir su rumbo hacia el ascensor. Por lo poco que pude apreciar, se le notaba estresado.
—¿Qué sigue ahora? —Caroline llama mi atención.
—Vamos con una tanda de muffins, ya se acabaron.
Por suerte para mí, es una receta que me he memorizado y, con movimientos mecánicos, logro terminarla. Lo agradezco porque mi atención estaba en todo menos en la tarea entre manos. Conrad no pudo obtener un café y sé cuán necesario es para él.
Antes dije que no subiría por miedo a meterlo en problemas; sin embargo, Joelle trabaja en el mismo piso que él, y si me invento una excusa, podría…
No lo dudo mucho. Preparo un café como a él le gusta y otro para mi amiga. Le digo a Caroline que no demoro y, con el corazón latiendo con fuerza, subo hasta el último piso. Al salir del elevador, la mirada de algunas personas se centra en mí por unos segundos antes de seguir en lo suyo. Inevitablemente, mis mejillas se colorean mientras mis ojos recorren el sitio hasta hallar a la persona que busco. Me acerco ante su mirada inquisitiva.
—¿Qué pasó? —pregunta con preocupación.
—Yo… —dudo un poco sobre si ser honesta o mentir—. Vi que el jefe llegó tarde y no tuvo tiempo de detenerse por un café. Quiero causar una buena impresión y se me ocurrió subir y traerle algo. También traje para ti —añado.
Y sí, me resultó más fácil y menos vergonzoso mentir.