¿ Quién es la Otra?

Capítulo diez

«La creciente dependencia emocional que siento por Conrad es un veneno del que no puedo deshacerme».

Basilea, Suiza

Margareth

Luego del mensaje que recibí de Nathan, apenas pude dormir. Tan pronto como sale el sol, salgo de casa rumbo a mi antiguo hogar. Recorro las calles solitarias de Basilea con el corazón latiendo con fuerza y el sentimiento de culpa más vivo que nunca. Mi papá y mi hermano mayor trabajan duro, y cuidar de mamá no es una tarea fácil. Por ese motivo, decidí ir a casa a ayudar todas las mañanas antes de irme a mi trabajo. Será agotador, pero no tanto como lo que ellos hacen.

Después del daño que causé, esto es lo menos que puedo hacer.

Me detengo frente a la puerta de la casa en la que solía ser feliz. Respiro profundo antes de tocar. Minutos después, escucho los pasos pesados de mi hermano, un caminar que reconozco por todo el tiempo que vivimos juntos.

—¿Qué haces aquí? —pregunta al verme.

—Vine a ayudar —musito.

—¿Ayudar? Vaya, qué generosa eres, hermanita —Suelta una risa sardónica—. No somos parte de una obra de caridad, somos tu familia. Estar aquí es un deber, Maggie. ¡Prometimos quedarnos! ¡Ellos lo necesitan! —brama.

—Tú bien sabes que no podía quedarme. Le estaba haciendo daño, me estaba haciendo daño. Nathan, no podía… —repito.

—¡Dejé ir al amor de mi vida para quedarme en casa! ¡He renunciado a muchas cosas para quedarme aquí! ¡Tú no importas! —grita.

Sus palabras colisionan contra mí como si de un tren se tratara. El impacto es tanto que retrocedo unos pasos. ¿Qué nos pasó? ¿Qué pasó con aquella hermandad que nos caracterizaba? Ya no queda nada de lo que solíamos ser, y soy la responsable de ello.

—Maggie… —dice, el arrepentimiento llenando sus ojos.

—No, no digas nada —Me trago el nudo en la garganta y lucho contra el llanto que quiere salir—. Puedo venir a echar una mano en las mañanas, preparar el desayuno, limpiar un poco y dejar el almuerzo listo.

—Gracias.

Se hace a un lado, permitiéndome el ingreso. El lugar está hecho un desastre; hay platos por doquier, y parece que no han barrido o trapeado en un tiempo. Cuelgo mis cosas en el perchero, busco los utensilios de limpieza y me pongo manos a la obra. Empiezo por el piso de arriba y voy bajando. Recojo ropa, vasos, platos y demás. Para cuando termino, estoy sudada y me tiemblan los brazos.

Sin embargo, lo anterior no se compara con el desastre que es la cocina. Todo está pegajoso, sucio, asqueroso y lo que le sigue. Compruebo el reloj: me queda una hora. Con los guantes puestos, lavo y restriego todo lo que se me cruza en el camino. Cuarenta minutos después, todo está tan reluciente que casi puedo ver mi reflejo.

—Hija… —Escucho la voz de papá detrás de mí—. ¿Has regresado?

Contengo el jadeo que busca escapar cuando lo veo. Ha perdido peso y luce cansado, demacrado. Más viejo.

—Vine a echarles una mano con las cosas de la casa —Evito usar la palabra «ayuda», ya que Nathan dejó en claro lo que opina de ese término.

—Eres tan buena, mi niña. Muchas gracias.

—Había mucho por hacer, no me da tiempo de prepararles comida.

—No te preocupes, ya es mucho lo que hiciste. Lamento que hayas encontrado la casa así. Tu hermano está regresando más tarde de lo usual, y yo no quiero perder de vista a tu mamá.

—Vendré todos los días, no te preocupes por eso.

Compruebo de nuevo la hora; si no salgo ahora, llegaré tarde.

—No te retengo más, ve al trabajo.

—Hasta mañana, papá —le doy un apretón en el hombro, agarro mis cosas y salgo de aquel lugar.

Camino hasta la empresa, pero veo un callejón antes de llegar y me adentro en él. En la libertad y privacidad que me proporciona este sitio, me doblo hasta que mis manos se apoyan en mis rodillas y dejo escapar todo lo que he estado conteniendo: enojo, frustración y culpa. Entre lágrimas y gemidos, libero la carga que me he guardado desde que mi hermano mayor abrió la puerta. Me permito derrumbarme por unos minutos antes de limpiarme el rostro y continuar con mi destino.

—Buen día —saluda Coraline cuando me detengo frente a ella, pues llegó primero.

—Buen día.

Abrimos el local y comenzamos con nuestras labores. Pongo una sonrisa en mi rostro mientras siento que mi interior grita por ayuda, grita por una liberación de todos los sentimientos negativos que experimento. No quiero sentirme así, no quiero que duela así.

Estoy entregándole un vaso de café a uno de los trabajadores cuando veo a Conrad. Espera a que nos quedemos solos —Coraline está atrás horneando— para apoyarse en el mostrador y tenderme un ramo de flores.

—Margareth, ver tu precioso rostro se ha convertido en algo que alegra mis mañanas. —Sonríe más cuando tomo el arreglo—. Por favor, hazme el honor de salir conmigo esta noche. Podemos ir a comer hamburguesas mientras me escuchas hablar sobre lo tonto que fui al desperdiciar nuestra primera cita, ¿qué dices?

Desesperada por distraerme y no sentir que me ahogo, no lo dudo antes de decir:




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